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UN MUNDO FELIZ
Columna
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La marea estupefacta

El estupor francés -esa pesadilla de tener que elegir entre lo peor y más de lo mismo- se ha convertido en una marea global recurrente. Como si lo sucedido en Francia hace una semana hubiera acontecido aquí mismo, en Barcelona. Hubo, claro, ese paréntesis populistamente correcto del día de Sant Jordi; como cabía esperar, arrasaron los artefactos firmados por famosos y el libro de utilidad identitaria catalana. Todo sea por la lectura: el día anterior, en el vagón del metro en que viajaba, sólo leía yo; dos días después leían conmigo dos más. Algo es algo.

Tras el ajetreado paréntesis -hoy, Sant Jordi, más que la verbena de Sant Joan, es un día en que los catalanes enloquecen y dan ese encantador espectáculo: ¿se es catalán sin un libro y una rosa?-, el reflujo de la estupefacta marea francesa trabaja en las conciencias y prepara acontecimientos en todas partes: la extrema derecha, amigos, ha alcanzado la gloria de la moda. ¿Raro?

'Nada más lógico: lo grave ha sido la abstención. En conjunto, un claro voto antisistema', me dice, ante un plato de excelentes pescaditos fritos, la psiquiatra francesa Marie France Hirigoyen, investigadora pionera y autora de El acoso moral ('un asunto hoy banalizado y convertido en negocio de abogados y falsas víctimas', puntualiza), un best seller (Paidós) en el que se describe, sin fisuras, el arquetipo de la prepotencia.

El individuo prepotente es aquel que traslada la esencia de la extrema derecha a casa o al trabajo, le digo. Y ella sonríe. 'Me preocupa ver a los franceses desmotivados, apáticos y pasando de todo. Es el triunfo del individualismo. La gente se automargina. Eso es lo que veo en mi consulta y lo que me aporta este resultado'. La sociedad es como un individuo y Francia se ha alterado al contemplar el feo retrato que las elecciones hacen de ella misma. Constatamos que Le Pen y Bruno Maigret juntos -ambos de extrema derecha- hubieran ganado a Chirac. Y constatamos que la suma de 11 partidos de izquierda radical casi hubiera barrido a Chirac y Jospin juntos. ¿Esto es Francia hoy?

¿Ante qué clase de patología estamos?, le pregunto. 'Hay un libro', me cuenta, 'escrito por el PDG de una importantísima empresa pública francesa que se titula: Sólo los paranoicos sobreviven y, claro, si esto es cierto en la competición por el trabajo y por seguir viviendo, la gente toma distancia personal para no desconfiar de todo el mundo: la abstención política es autoprotección, la marginalidad quizá también. Protección ante la paranoia. Hay que estudiarlo'. Humm. Humm.

Descríbame un carácter paranoico, le pido. 'Rígidos. Desconfiados. Megalómanos. Siempre creen tener razón; por ello piensan que los que discrepan son enemigos, no gente con otras razones. Desarrollan razonamientos lógicos a partir de falsos puntos de partida y acaban convencidos de tener la verdad. Poseen gran poder de convicción con el que arrastran a los demás. No pueden imaginar que los otros sean confiados porque ¡creen que todos los seres humanos son paranoicos! Ante algo así hay que protegerse, alejándose de esa cultura que ha invadido lo público; la abstención, la marginalidad, expresan descontento'. Callamos. Repasamos una lista de nombres: entre otros, salen Bush, Sharon y Arafat. Hay muchos más.

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'Qué triste, ¿verdad?', dice. 'Quizá escriba un libro', añade. ¿Sobre la paranoia?, pregunto. 'No, sobre esa necesidad de tomar distancia ante esta cultura que lleva a la desmotivación...' Y, entonces, explica varios casos clínicos que corroboran lo dicho: gente atónita, gente con miedo, gente que sólo desea estar en otro sitio, pero sin saber dónde. Gente que se siente enferma. Una marea. ¿Víctimas reales o falsas? ¿Sólo francesas?

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