El vagabundo místico
Le hemos dedicado calles, premios, universidades y otros honores, pero casi nadie sabe nada de él. El caso de Ramon Llull es ejemplar de las frecuentes desproporciones que se producen en la historia de la cultura entre el uso, incluso abuso, del nombre y el desconocimiento del trayecto creativo que en vida encerró tal nombre. Cuando se pongan en marcha, como así parece, los Institutos Ramon Llull para la promoción de la lengua y la cultura catalanas -al modo del Goethe Institut o el Instituto Cervantes- pocos repararán en el hecho de que, probablemente, el 99% de los catalanes jamás ha leído una línea luliana y de que la inmensa mayoría de los universitarios de filosofía o humanidades han podido acabar sus carreras sin hacer un solo curso sobre Llull.
Que la recepción actual del más importante de nuestros poetas pensadores sea tan miserable puede atribuirse a diversas causas y argumentos. Las explicaciones más fáciles son las más fáciles justificaciones: Ramon Llull es inabarcable, complejo, hermético; accesible como denominación de origen, pero inaccesible como valor del presente. En consecuencia, es apropiado para arqueólogos intelectuales, pero no para la cultura popular que se ha venido propiciando por nuestras instituciones oficiales: esa cultura que es popular porque es cómodamente digerible, apta para la más burda manipulación emocional, adiestrada en el costumbrismo, pura ideología aunque se presente como desprovista de ideologías, cuanto más trivial más adaptable a la pantalla plana en la que se educa la mente colectiva.
Si, por el contrario, se hubiera apostado por una visión de la cultura menos demagógica y utilitarista, la suerte de Ramon Llull, y de tantos otros legados esenciales, habría sido sin duda otra puesto que hubiéramos convertido su complejidad en riqueza y el rigor de su estudio en fuente de libertad. Fuera de la pereza intelectual, sustentada y fomentada en nuestra vida pública, no hay excusa ni en este ni en tantos otros casos: Llull no es marginal o anacrónico y su influencia a través del humanismo alcanzó al pensamiento moderno, de manera que incluso se tiene a su ars combinatoria como uno de los más sólidos precedentes del lenguaje informático; y tampoco es inaccesible puesto que entre las casi 300 obras escritas en catalán, latín y árabe (ejemplo preclaro de trilingüismo) hay páginas de deslumbradora belleza poética en textos como Libre de meravelles, Libre d'amic i amat o ese monumento a la inquietud interior que es Lo desconhort.
Afortunadamente, algunos lulianos a contracorriente -por algún enigmático destino, Llull siempre parece haber resistido a contracorriente- han luchado para mantener, por encima de los huecos títulos institucionales, la memoria y la obra del gran mallorquín. El último en salir a escena es Amador Vega con el magnífico libro, recientemente publicado, Ramon Llull y el secreto de la vida (Ed. Siruela, 2002).
Apasionado conocedor de la obra de Llull, Amador Vega recurre en este texto a un original enfoque puesto que se adentra en el laberinto luliano sirviéndose como guía de viaje de la autobiografía del maestro: lee, por así decirlo, a Llull a través de lo que éste leyó en sí mismo. Surge así, como texto central, la Vida coetánea -publicado por primera vez en París en 1311 y añadido, completo, en el anexo del libro de Vega-, escrito realmente singular mediante el que Ramon Llull reconstruye, paso a paso, su vida como aventura y como extraordinaria confesión espiritual en la que se presume, a lo lejos, el modelo de san Agustín.
Pero la confesión de Llull es más simbólica que moral. Aunque es cierto que contiene la referencia a errores de conducta, trata sobre todo de encontrar una coherencia intelectual y existencial a una trayectoria que llega a su fin. Redactada a los 80 años, la Vida coetánea es una intensa defensa de la propia vida, aunque en no menor medida una calculada idealización de una travesía en la que todo -viajes, visiones, combates, escrituras- adquiere un significado global que está por encima de los detalles y los fragmentos. Goethe, en sus escritos autobiográficos, contempla su existencia como una obra de arte. Llull, en el suyo, la cifra como una obra de santidad.
Sin embargo, tal como muestra espléndidamente la reconstrucción espiritual que realiza Amador Vega en su libro, la santidad de Llull es un archipiélago de muchas islas. Desde que, como Dante en La Divina Comedia, 'a la mitad de la edad', según escribe en el Libre de contemplació, decide perseguir la sabiduría, Ramon Llull abre diversos frentes: quiere dedicarse a la contemplación, pero también a la acción; busca el silencio, pero también la polémica; aspira a la conversión de los infieles, pero ansía la quietud de la labor intelectual.
Entre los profundos desgarros del aprendiz de santo, emerge lo más fascinante de la personalidad de Llull. El hombre que busca el amor y el conocimiento, el anciano que vagabundea por el Mediterráneo, de un extremo al otro, sin temer los sucesivos naufragios y decepciones, el joven que sube a la montaña sagrada a capturar las visiones místicas, el hondo pensador que jamás renuncia a la belleza del poeta. En Llull la obra intelectual y la aventura vital es todo uno. Lo dice en el Libre de contemplació: 'Así como el hombre se aventura para conseguir aquello que ama, así nosotros voluntariamente nos lanzamos a la aventura al tratar de esta obra'.
Esforcémonos por rescatar a quien es capaz de escribir esto de sus ignorantes secuestradores.
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