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VISTO / OÍDO
Columna
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La carne de los otros

Si en vez de ser los astutos y nobles muchachos de Greenpeace los que asaltaron la cúpula de la central nuclear de Zorita hubieran sido los terroristas de cualquier clase capaces de volarla, España estaría hoy en plena tragedia histórica: y Europa. Estos actos simbólicos se limitan siempre a eso: a lo que podría pasar en todo aquello que no está hecho con responsabilidad. Tampoco parece que en este caso hayan entrado en otras polémicas más graves, acerca de si deben o no mantenerse las centrales nucleares. Yo creo que dentro de los años que ellos -'ellos': los que no son 'nosotros'- quieran no habrá más que centrales nucleares en el mundo al que consideramos civilizado precisamente por su nuclearización y su tecnificación. No me parece, por lo que leo y estudio, que sean menos contaminantes que las otras, que ya van siendo inútiles: carbón, agua, petróleo. También está la posibilidad de reducir el consumo, pero en eso no creo nada.

Creo firmemente en las utopías, al menos mientras tengan creyentes, y he visto cumplirse muchas una vez que sus enemigos se han apoderado de los beneficios o las venden a la sociedad. El otro día una señorita de poco más de veinte años se alzó contra mí porque yo consideraba utópico que el mundo dejara de comer carne animal, que se volviera enteramente vegetariano: para salvar a estos hermanos de creación de horribles torturas. Estoy impresionado por Una vida ética, de Peter Singer (Taurus), donde hay fragmentos de otro escrito suyo, Liberación animal, aparte de por mis propios compañeros de casa (ahora sólo me queda Juan Sebastián Bach, que es un bull-dog; la muerte de Trotski, mi amigo bóxer de tantos años, me tocó muy fuerte), y querría que fuese así; pero enseguida me entraría la beatería de saber si las plantas son también seres vivos. Estos exámenes de cómo vivimos, incluyendo la desesperación de ver los cadáveres africanos en nuestras playas, o la repugnancia de ver los rendibú de Solana a Sharon, las risotadas de los dos. El regalo del Sáhara que Bush le hace a Mohamed VI, son abismos sin fondo a los que no se puede mirar sin vértigo. No da tiempo a pararse: hay que correr y mirar alrededor para evitar que le devoren a uno: en casa, en la calle, en el trabajo.

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