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Tribuna:FIRA DEL LLIBRE DE VALÈNCIA
Tribuna
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Ecosistema libresco

De todo se puede huir menos del calendario. La fatídica sucesión de los días ha hecho que en este 2002 en que se celebra la trigésimo tercera edición de la Feria del libro de Valencia, la inauguración de la feria haya coincidido con el aniversario de la derrota de Almansa y haya tenido lugar unos días después de la Cumbre Euromediterránea. No debe ser bueno quedar como sandwich de dos acontecimientos: en la inaugural mañana del jueves 25 de abril, la máxima representación política en el paseo de Antonio Machado de Los Viveros, la ostentaban el siempre generoso director general del Libro, José Luis Villacañas, y Ana Noguera, portavoz socialista en el municipio. Por fortuna, no nos ha faltado ni la compañía de los amigos, ni la de los lectores y los medios de comunicación ni, puestos a pedir, el buen tiempo.

La escasa presencia de cargos públicos en el primer día de feria tal vez tenga su valor simbólico. Detecto en mí y en otros libreros cierta sensación de cansancio. Es un poco penoso tener que dar la lata para exigir las ayudas comprometidas o para reclamar el cumplimiento de leyes que fueron debatidas y aprobadas con todas las garantías democráticas. El hecho de que otros sectores modestos de la economía como los agricultores, los autónomos o la pequeña y mediana empresa en general se vean abocados al mismo tipo de actuación, no nos sirve de consuelo.

No son instrumentos legales de protección lo que necesitan los libreros. De leyes, tenemos una auténtica panoplia para garantizar las cosas más diversas: el derecho al descanso dominical, el precio fijo, los horarios humanos, los descuentos razonables y tantas otras cosas. Puede que el sistema económico haya evolucionado más deprisa que nuestra capacidad normativa y hasta es posible que tales reglas sólo puedan mantenerse mediante un empeño voluntarista continuado.

Se impone un esfuerzo de sinceridad por parte de todos para decir lo que se piensa y un esfuerzo no menor para cumplir las leyes... mientras estén vigentes. Si no sirven, que se cambien. Y que se modifiquen de acuerdo con un sentido claro del interés general.

Por más que algunos piensen que el libro en nada se distingue de los zapatos o el jamón serrano, se trata de una mercancía muy especial, exactamente del más poderoso -además del más barato, eficaz y fácil de producir y conservar- instrumento de difusión cultural y, a la postre, de cohesión social.

Las librerías -las pequeñas y las medianas, pero también las grandes, incluso las gigantescas- siguen siendo desde centros sociales a salas de exposición y aulas de debate y no sólo en pueblos lejanos y mal dotados de infraestructuras sino en las mismas ciudades hechas de prisa y cibernética. La desaparición de las librerías y la conducción de los libros por los canales comerciales que rigen para los comestibles y otros bienes de consumo, no acabaría con la literatura pero sí reduciría su penetración en cantidad y, sobre todo, calidad. El librero, el contacto directo del público con el autor, la dinámica de contagio cultural no sólo patenta o difunde modas, sino que, con el tiempo, contribuye a la fijación de valores que, para serlo, deben obedecer a un doble sentido de discriminación y jerarquía que caracteriza a una cultura dinámica, basada en relaciones de colaboración sí, pero también de combate entre las ideas. Tal vez se piense que una sociedad puede prescindir del dinamismo cultural, pero los libreros no lo creemos. La caída de la librería sería un desastre auténtico en la diversidad y eficacia de nuestro ecosistema cultural. Se quiere ver demasiado a menudo al librero como un simple intermediario comercial. Y lo es, aunque también se ocupa de otras mediaciones en la formación del gusto o en la mera actualización de los conocimientos.

De todo se puede huir menos del calendario. La fatídica sucesión de los días ha hecho que en este 2002 en que se celebra la trigésimo tercera edición de la Feria del libro de Valencia, la inauguración de la feria haya coincidido con el aniversario de la derrota de Almansa y haya tenido lugar unos días después de la Cumbre Euromediterránea. No debe ser bueno quedar como sandwich de dos acontecimientos: en la inaugural mañana del jueves 25 de abril, la máxima representación política en el paseo de Antonio Machado de Los Viveros, la ostentaban el siempre generoso director general del Libro, José Luis Villacañas, y Ana Noguera, portavoz socialista en el municipio. Por fortuna, no nos ha faltado ni la compañía de los amigos, ni la de los lectores y los medios de comunicación ni, puestos a pedir, el buen tiempo.

La escasa presencia de cargos públicos en el primer día de feria tal vez tenga su valor simbólico. Detecto en mí y en otros libreros cierta sensación de cansancio. Es un poco penoso tener que dar la lata para exigir las ayudas comprometidas o para reclamar el cumplimiento de leyes que fueron debatidas y aprobadas con todas las garantías democráticas. El hecho de que otros sectores modestos de la economía como los agricultores, los autónomos o la pequeña y mediana empresa en general se vean abocados al mismo tipo de actuación, no nos sirve de consuelo.

No son instrumentos legales de protección lo que necesitan los libreros. De leyes, tenemos una auténtica panoplia para garantizar las cosas más diversas: el derecho al descanso dominical, el precio fijo, los horarios humanos, los descuentos razonables y tantas otras cosas. Puede que el sistema económico haya evolucionado más deprisa que nuestra capacidad normativa y hasta es posible que tales reglas sólo puedan mantenerse mediante un empeño voluntarista continuado.

Se impone un esfuerzo de sinceridad por parte de todos para decir lo que se piensa y un esfuerzo no menor para cumplir las leyes... mientras estén vigentes. Si no sirven, que se cambien. Y que se modifiquen de acuerdo con un sentido claro del interés general.

Por más que algunos piensen que el libro en nada se distingue de los zapatos o el jamón serrano, se trata de una mercancía muy especial, exactamente del más poderoso -además del más barato, eficaz y fácil de producir y conservar- instrumento de difusión cultural y, a la postre, de cohesión social.

Las librerías -las pequeñas y las medianas, pero también las grandes, incluso las gigantescas- siguen siendo desde centros sociales a salas de exposición y aulas de debate y no sólo en pueblos lejanos y mal dotados de infraestructuras sino en las mismas ciudades hechas de prisa y cibernética. La desaparición de las librerías y la conducción de los libros por los canales comerciales que rigen para los comestibles y otros bienes de consumo, no acabaría con la literatura pero sí reduciría su penetración en cantidad y, sobre todo, calidad. El librero, el contacto directo del público con el autor, la dinámica de contagio cultural no sólo patenta o difunde modas, sino que, con el tiempo, contribuye a la fijación de valores que, para serlo, deben obedecer a un doble sentido de discriminación y jerarquía que caracteriza a una cultura dinámica, basada en relaciones de colaboración sí, pero también de combate entre las ideas. Tal vez se piense que una sociedad puede prescindir del dinamismo cultural, pero los libreros no lo creemos. La caída de la librería sería un desastre auténtico en la diversidad y eficacia de nuestro ecosistema cultural. Se quiere ver demasiado a menudo al librero como un simple intermediario comercial. Y lo es, aunque también se ocupa de otras mediaciones en la formación del gusto o en la mera actualización de los conocimientos.

Glòria Mañas es presidenta del Gremi de Llibrers de València.

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