¿Quién dijo miedo?
El espeluznante resultado que arroja la primera vuelta de las presidenciales francesas nos recuerda, una vez más, que el principal obstáculo para el progreso de la sociedad es el miedo. Ése ha sido, sin duda, el factor decisivo que ha pesado en el elector francés a la hora de entronizar al neofascista Le Pen como la gran alternativa a la denominada 'política tradicional', que al parecer, con particular hastío para el votante, encarnaban las opciones de izquierda.
Instalados en la cultura de la inseguridad local -con la reciente masacre de Nanterre como telón de fondo- y global -con Bush y Sharon limpiando el mundo de terroristas-, el ciudadano francés, como el del resto de Europa, sólo percibe estímulos sociales sobre los males que se ciernen sobre el inmediato universo de bienestar que le rodea. Adora las ventajas de la globalización económica y las posibilidades de comunicación que le brindan las nuevas redes de la información, pero teme que los nuevos cambios sociales que sacuden al mundo, principalmente el fenómeno inmigratorio, acabe con la parcela de felicidad conquistada.
Por eso prefieren optar por quienes priman la garantía del statu quo sobre cualquier veleidad que tenga que ver con el ensanchamiento de los horizontes de la igualdad y de la libertad, máxime cuando éstas afectan al desconocido, al nuevo ciudadano que se aproxima a los arrabales de nuestra sociedad en busca de la misma oportunidad de la que nosotros gozamos.
La izquierda no es útil en ese contexto. Necesitamos que se gobiernen nuestros miedos, esos a los que hábilmente nos ha ligado nuestra propia dificultad, o egoísmo, para percibir que sin el progreso global de todos los seres humanos estamos en manos de la barbarie de la fuerza.
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