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Columna
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Nuestra identidad

El transeúnte sale de la boca de metro de Barquillo, sube por la acera de Alcalá, y antes de llegar a la iglesia de San José ve una placa en la fachada. Se detiene a leerla. Y cuando descubre que allí estuvo el teatro Apolo o, como subraya la inscripción, la cátedra de la zarzuela madrileña, escucha una sintonía análoga a la de las máquinas de tabaco cuando agradecen la compra.

Extrañado, se distancia y mira por dónde ha venido: Cibeles aguanta el avance de los siglos en su asiento de piedra de Colmenar y, a la derecha de la diosa, la Casa de América se instala en el Palacio de Linares, de cuyos cimientos surgían, no hace mucho, clamores de ultratumba.

El transeúnte se estremece al recordarlo. ¿Acaso el misterio de la sicofonía arraiga en los inmuebles históricos? ¿Acaso ese fluido sobrenatural circula por la misma línea de metro que él ha utilizado? El transeúnte arrima la oreja a las paredes de la entidad financiera que sustituye al teatro Apolo. Ninguna música escapa de su interior a esta hora de la tarde. Pero tampoco es probable que se produzca en horario de oficina -piensa el transeúnte-, porque el templo consagrado al dinero reclama la seriedad de la casa de Dios, y nadie se fiaría de un banco que ofreciera un crédito con agua, azucarillos y aguardiente.

¡Agua, azucarillos y aguardiente! Esa voz de zarzuela que le sobresaltó mientras leía la placa conmemorativa parecía brotar del escenario demolido. Pero el transeúnte descarta ser víctima de fenómenos irracionales: resultaría paradójico que las construcciones modernas alimentasen en sus entrañas cánticos de sirena o murmullos de nostalgia.

Además, su memoria le confirma que no es entre los ladrillos de un banco donde lanza su mensaje la aguadora, sino en el área de Cibeles. Ahí, en el paseo de Recoletos, hoy atestado de tráfico, en un atardecer cálido de hace cien años, esta vendedora lleva su oferta al kiosco de refrescos de su amiga, donde un casero cobra a sus morosos y un jovencito quiere dormir con sedantes a la madre de su novia. La estridencia de una piqueta interrumpe esas elucubraciones de época. Pero, a diferencia de cuando oyó la voz de Apolo, el transeúnte no se sorprende del origen del ruido: más de un siglo llevan levantadas las calles de la Gran Vía por diversas obras y los rateros las aprovechan para hundir en la miseria a los turistas que pasean amores de muy diverso pelaje por Caballero de Gracia.

Atardece. Termina la jornada laboral, calla la piqueta y recobra el aire de Madrid su serenidad magnífica. Desde la plaza de Juan Eduardo Zúñiga, que antes fue de Vázquez de Mella, salvan las zanjas y los desmontes de la Gran Vía los dos subalternos de la tauromaquia que podrán desempeñar los mantones de manila de sus mujeres gracias a un golpe de fortuna en una casa de juego.

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Simultáneamente, tocan a retirada en los jardines de Recoletos para los barquilleros de la rueda resabiada, los niños de las amas de cría gallegas y los novios y la mamá. Subiendo por la acera derecha de Alcalá repiten el itinerario del transeúnte, y se reúnen con los toreros procedentes de la Gran Vía en el paso de peatones situado frente a la fachada donde una placa amarillenta recuerda al teatro Apolo. Cuando se lo permite el semáforo, este grupo cruza a la acera izquierda de Alcalá, y gira en Cedaceros para descender por Los Madrazo hasta la entrada de artistas del teatro de la Zarzuela. Ahí se introducen todos menos el transeúnte, que prosigue hacia la calle Jovellanos, donde, en un coqueto retranqueo, se halla la nueva catedral del género chico.

El transeúnte ocupa su butaca. El maestro Miguel Roa sube al podio y concita la atención de la orquesta. Vibra solemnemente la batuta. Y cuando en este abril del año 2002 arranca en el teatro de la Zarzuela el pasillo veraniego que el 23 de junio de 1897 estrenó Federico Chueca en Apolo, la vendedora de agua, azucarillos y aguardiente, los barquilleros y los toreros, los novios melosos, los niños y las amas de cría recrean los centenarios personajes de los jardines de Recoletos.

El espectáculo concluye. Del local macilento de Los Madrazo regresan a sus puntos de partida el casero, los novios y la mamá, las aguadoras y los toreros, los niños y sus amas de cría. Y con ellos marcha la música inagotable y precisa de Chueca, que desde cualquier rincón de la villa y sin que lo recojan las placas, proclama una identidad madrileña imperturbable a los vaivenes del tiempo y de la moda, que necesariamente invita a preguntarnos si seguimos siendo lo que somos.

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