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Crónica:EL VALOR DEL LIBRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Polonio y la biblioteca

¡Oíd! Nunca ha habido una edad artística.

Nunca han existido los amantes del arte.

(Stéphane Mallarmé,

Le 'ten o'clock' de M. Whistler).

No sabemos qué libros lee Hamlet. El melancólico príncipe rechaza la pregunta de Polonio con un desdeñoso 'palabras, palabras, palabras' que no nos dice gran cosa, pero sospechamos que no le resultarían ajenos ciertos libros que debieron de gustar al propio Shakespeare: por ejemplo, la traducción de Montaigne realizada por Florio y la versión inglesa de las Vidas paralelas de Plutarco que hizo North. Quiero imaginarme a un Hamlet que es generoso con sus libros hasta el descuido, que impone sus favoritos a Horacio para pasar las largas horas de vigilia nocturna, que se lleva de la biblioteca pública de Elsinore brazadas de títulos que rara vez devuelve, ávido como está de leer historias que le partan el corazón, que hielen su joven sangre y hagan que sus ojos, como luceros, se le salgan de las órbitas.

Hay una gratificación masoquista en el hecho de batallar con la vida por amor al arte
Pinochet prohibió el Quijote porque encontró un argumento en pro de la desobediencia civil
Cada vez que un político diga 'crimen y castigo', divida los derechos de autor entre Dostoievski y Agatha Christie
Tal vez en alguna época un poema tuviese el valor que hoy damos a un billete de 20 euros

Por su parte, Polonio, ese granuja estúpido y charlatán, es muy escrupuloso acerca de lo que lee. No pisa la biblioteca. Está por encima de todas esas cosas. Probablemente considera que llevar un carné de lector sería algo semejante a lo que él mismo define como 'embotar su mano agasajando', y Polonio es un hombre demasiado serio como para divertirse. Su consejo, de hecho, es funesto para las bibliotecas: 'No tomes ni des prestado'. Estoy seguro de que no aprobaría el hecho de pagar impuestos de ninguna clase. Lo que nos dice es 'escucha el juicio de todos, y guárdate el tuyo'; o, expresado de otro modo, 'toma pero no des'. Ésa parece ser su divisa. No es de extrañar que tenga un puesto en la Administración.

Hamlet, sin embargo, sabe que no podría pasar sin bibliotecas. Su intención es decirle a Horacio (aunque no lo exprese así) que sabe que las bibliotecas contienen más cosas sobre el cielo y la tierra de las que Horacio y su filosofía puedan llegar a imaginar. Como diría cinco siglos después el gran bibliotecario Jorge Luis Borges, 'los límites de una biblioteca coinciden con los límites del universo'. Por expresarlo con brevedad, Hamlet puede considerarse a sí mismo rey de un espacio infinito. En contra de lo que puedan opinar los críticos, eso no es necesariamente nada malo.

Recuerdo con una mezcla de ternura y aprensión el universo de mis días de estudiante. Recuerdo en especial la biblioteca del Colegio Nacional de Buenos Aires, mi alma máter: sus imponentes puertas de madera, su acogedora penumbra, las lámparas con pantallas verdosas que me recordaban vagamente a las luces de los coches cama, las hileras aparentemente interminables de libros -muchos de ellos sin tocar durante décadas- elevándose hasta las sombras del techo. Me acuerdo de ese silencio, roto continuamente por retazos de conversaciones en voz baja y risas nerviosas, y del suspicaz bibliotecario, siempre tratando de encontrar alguna excusa para no entregar el título solicitado, y de las páginas prohibidas por las que se abrían espontáneamente ciertos libros: el Romancero gitano de Lorca por 'La casada infiel', La Celestina por el pasaje del burdel, Los premios de Cortázar por el capítulo en el que el muchacho es seducido por el horrible marino. En cierto sentido, aquella biblioteca era mucho más pujante que nuestras aulas, e incluso que la misma vida. Allí aprendíamos política, educación sexual, las aplicaciones del lenguaje amoroso; siempre encerraba una promesa de aventuras y cosas prohibidas.

Libros subversivos

Toda biblioteca, como aquélla de hace tanto, contiene textos secretamente subversivos que burlan la vigilancia del bibliotecario; porque la subversividad -de forma muy parecida a lo que ocurre proverbialmente con la belleza- está en el ojo del espectador. A la edad de siete años, los libros de caballerías que santa Teresa de Jesús lee en la biblioteca paterna la impulsan a desafiar a sus padres y escaparse de su hogar con la intención (aunque la encontraron a un par de kilómetros escasos de allí y la enviaron de vuelta a casa) de 'buscar el martirio entre los infieles, en tierra de moros'. Los poemas de Auden que leía Joseph Brodski durante el tiempo que pasó en Siberia, condenado a trabajos forzados en los campos, fortalecieron su decisión de desafiar a sus carceleros y sobrevivir en espera de una libertad a duras penas vislumbrada. De la misma forma, aquellos que se echan sobre las espaldas la tarea de guardar el acceso a los fondos de la biblioteca encuentran peligros donde otros no los ven. Es sabido que el general Pinochet prohibió el Quijote en las bibliotecas chilenas porque creyó encontrar en dicha novela un argumento en pro de la desobediencia civil; también, que hace algunos años el ministro de Cultura japonés puso reparos a Pinocho por contener imágenes poco halagüeñas para los disminuidos físicos, la del gato que se hace pasar por ciego y la del zorro que simula estar lisiado. Razones igual de personales e intransferibles se han aducido para prohibirlo todo, desde El mago de Oz (un semillero de creencias paganas) hasta El guardián entre el centeno (un peligroso modelo conductual para los adolescentes).

Pero en vista de que contienen todo lo que la sociedad rechaza -aunque luego tenga que volver a introducirlo por la puerta trasera-, como nos permiten descubrir lo que ignorábamos que teníamos y lo que ignorábamos que éramos, como son el baluarte de la memoria social y el manantial de futuras revelaciones, las bibliotecas son indispensables para la vida de cualquier país que se tenga por culto; y, por su parte, los ciudadanos de ese país tienen la obligación moral de ayudar a sufragarlas. Es una verdad que convendría repetirse a menudo.

¿Por qué no resulta obvio todo esto? Probablemente, la respuesta estribe en ciertas suposiciones multiseculares sobre las bibliotecas, los libros y el negocio de escribir en general.

Hace un siglo, Thomas Carlyle describió al escritor en estos términos: 'Con sus derechos o sus tuertos de autor, en su mísera guardilla, con su ropa raída; rigiendo (porque esto es lo que hace) desde su tumba, después de muerto, naciones y generaciones enteras que quisieron, o no quisieron, proporcionarle el pan mientras vivía'. Como todos sabemos, es más que probable que no quisieran.

De modo que el autor, o la autora, se sienta frente a una mesa pequeña con los ojos clavados en una pared desnuda -o, para el caso, atestada de chismes, postales, fotos, caricaturas y dichos memorables- como si se tratase del muro de una prisión de la que no hay escapatoria posible. Sobre la mesa están los aperos del oficio. Antes eran el papel y la pluma, o bien una desvencijada máquina de escribir; pero, como es lógico, hoy día es el procesador de textos del ordenador, cuya pantalla, aparte de despedir un extraño fulgor verdoso como de kriptonita, chupa toda la energía de nuestro supermán (o superwoman). ¿Qué más hay encima de la mesa? Una colección de figuras totémicas que supuestamente traen suerte y guardan de los malos espíritus de la distracción, la indolencia o el síndrome del 'tienes-que-sacar-ahora-mismo-la-ropa-de-la-lavadora'; objetos mágicos que protegen contra el Wendigo de las gélidas cuartillas en blanco. Una taza de té o café vacía. Una pila de facturas por pagar.

Pobres escritores

¿De dónde viene esta patética imagen del escritor?

Tanto en Grecia como en Roma ha habido escritores que aparentemente estaban solos y en la mayor de las penurias, como el cínico Diógenes con su barril o el poeta Ovidio, desterrado en Tomes. Pero se trata de casos concretos cuya mísera situación se debía a circunstancias asimismo concretas: porque renunciaron a las comodidades de la vida moderna, como Diógenes, o porque les castigaron por decir la verdad, como le ocurrió a Ovidio.

Probablemente fue en la Edad Media cuando cuajó el estereotipo del amanuense paupérrimo: aterido de frío, encaramado en lo alto de su taburete, inclinado sobre el pergamino, forzando la vista para aprovechar la escasa luz... Venga de donde venga esta imagen, el hecho es que ha permanecido. El escritor recluido en su rincón, lejos del mundanal ruido. Y, por supuesto, el escritor pobre. La pobreza -un concepto compartido por los primeros cristianos y los estoicos griegos- es esencial. En la imaginación popular, la pobreza y la mortificación de la carne permitían comulgar con el Espíritu Santo o con la musa.

De nada sirve objetar que hay cientos de autores a quienes no son aplicables estos criterios tan lúgubres. Ahí están los escritores del camino, como los poetas provenzales o Jack Kerouac; los gregarios, como André Malraux y Scott Fitzgerald; los que nadan en la abundancia (cierto que son los menos), como Somerset Maugham o Barbara Cartland. Pero lo cierto es que se sembró esta idea, y que ha echado profundas raíces en la imaginería popular: que el escritor es un ser solitario, gruñón y más pobre que una rata.

La cuestión es, ¿por qué es tan sugestivo este tópico?

Como tantas otras creaciones literarias debidas en origen a un rasgo de genialidad, pero que con el tiempo se acaban convirtiendo en aburridos clichés (el dilema de Hamlet entre ser o no ser, la carga de Don Quijote contra los molinos de viento), la idea del escritor confinado en su buhardilla empezó siendo un simple ardid literario, sin duda destinado a describir, en alguna novela o poesía perdida hace ya mucho, a un escritor determinado en una época determinada; pero el tiempo la ha transformado en el cliché que tanto nos intriga hoy. Los escritores se reirán entre dientes ante esta imagen de sí mismos, pero el público (ese vasto producto de la imaginación) la toma por cierta y se siente libre de hacer suposiciones; por ejemplo, que los escritores son todos unos misántropos, que sólo en las condiciones más miserables e incómodas pueden desplegar su creatividad, o que la mugre y la miseria les encantan. Y lo más importante de todo: que la pobreza, así como siempre ha sido parte integrante del estereotipo del santo cristiano, también caracteriza hasta cierto punto la personalidad del escritor, por lo que sería un crimen o un pecado contaminar las límpidas fuentes de la creación literaria con algo tan vil y despreciable como el dinero.

Y, sin embargo, hay escritores que se convencen a sí mismos de la exactitud de esta imagen y que aceptan sin rechistar el papel de pobre marginado. Hay una especie de gratificación masoquista en el hecho de batallar con la vida por amor al arte; hay algo en ello que recuerda a la máxima puritana de que es preciso sufrir para alcanzar la gloria.

Cuando cierto editor francés muy conocido oyó decir que Balzac era una joven promesa de las letras, decidió ofrecerle dos mil francos por la siguiente novela que escribiese. Así pues, buscó sus señas y descubrió que residía en un barrio parisiense digamos que venido a menos; en vista de que su presa no era lo que se dice un hombre acaudalado, decidió reducir la oferta a mil francos. Pero al llegar allí comprobó que Balzac vivía en el ático, en una vulgar chambre de bonne, así que decidió rebajar de nuevo la cantidad y ofrecerle sólo quinientos francos. Por último, cuando llamó a la puerta y entró en la modesta vivienda, viendo que Balzac estaba tomando por toda comida un trozo de pan y un vaso de agua, el editor abrió los brazos de par en par y exclamó: '¡Señor Balzac, soy su más ferviente admirador y me gustaría ofrecerle por su próximo libro la bonita suma de doscientos francos!'.

Conozco a un poeta -uno de los mejores de Canadá- que, tras toda una vida de trabajo inestimable e imperecedero, está entrando en la vejez con apenas lo bastante para vivir y a quien ofrecen -y eso cuando se lo ofrecen- cincuenta dólares por poema. Otro caso es el de una novelista a quien consideramos uno de nuestros clásicos y que se vio obligada a abandonar la ciudad en la que había residido la mayor parte de su vida para irse a un lugar donde poder disponer de la caritativa ayuda de sus amigos. Y otro más: una de las mejores escritoras de nuestro tiempo tuvo que esperar hasta que el azar le deparó un premio en metálico para poder darse el gusto, por una vez en su vida, de saber que tenía asegurado el pago del alquiler durante todo un año. Lo peor de todo es que estos casos, por tristes y vergonzosos que sean, no nos conmueven. Forman parte de la imaginería social: se da por sentado que el escritor -y sobre todo el poeta- es pobre. ¿Acaso no lo son?

Se me ocurre que todo el problema gira en torno a una falacia.

Cuenta la leyenda que en una ocasión el magnate cinematográfico Sam Goldwyn trató de comprar los derechos de una de las obras de Shaw para llevarla al cine. Naturalmente, dado su carácter, Goldwyn no dejó en ningún momento de regatear el precio hasta que, por último, el dramaturgo dijo que rehusaba vender. Goldwyn no podía entender el porqué. 'El problema, señor Goldwyn', respondió Shaw, 'es que a usted sólo le interesa el arte, mientras que a mí sólo me interesa el dinero'.

Por amor al arte

Arte versus dinero; una contradicción tan vieja como la vida misma y que, por supuesto, entraña una falacia. Es cierto que el amor al dinero, tal como lo expuso un autor de gran éxito, es 'la raíz de todos los males'. También es cierto que nuestra sociedad ha perdido por completo la noción de lo que es valioso y que ha tomado el sentido metafórico del dinero (algo creado en calidad de imagen para representar el concepto de valor, algo a lo que Byron llamó 'la invención más pura') para establecerlo como valor en sí mismo. Es algo semejante a hacer el amor con un soneto de Donne o comerse un libro de Julia Child. En ese sentido, naturalmente, es verdad que la literatura (o sencillamente el arte) y el dinero no se compaginan, porque están en distintos planos de la existencia.

La literatura se compone de hechos, es el instrumento cognoscitivo que nos permite hacernos una idea de qué o quiénes somos, de por qué estamos aquí, en este castigado planeta. El dinero es inmaterial, no tiene existencia real; lo único existente son los trozos de papel y metal que utilizamos. Puede comprobarlo quemando un billete de 100 euros y un libro de poemas de Jaime Gil de Biedma. Del billete no quedará más que un sucio montoncito de cenizas, y usted será 100 euros más pobre; pero, sobre los restos calcinados del libro de Biedma, podrá usted seguir declamando de memoria estos versos: 'Aunque la noche, conmigo, / no la duermas ya, / sólo el azar nos dirá / si es definitivo'.

En un sentido estrictamente material, es cierto que el dinero y la literatura no se compaginan porque, como ya dije antes, el primero no tiene entidad física. Según la nación de que se trate, esta metáfora de valor se ha reservado a ciertas conchas marinas, a grandes piedras redondas, a la sal, etcétera; exactamente lo mismo que hacemos nosotros con nuestros rectángulos de papel y nuestros pequeños discos metálicos. Tal vez haya existido una época en la que un poema o una buena historia tuviese el valor que hoy día atribuimos a un billete de 20 euros. Hay una novela de Juan Carlos Onetti en la que el protagonista, un poeta, se gana la vida escribiendo poemas por encargo. Pero ése no es el destino de la mayoría. En los tiempos que corren, habiendo establecido un sistema de valores en el que la función del dinero es transmitir la imagen de valor, la cuestión para nosotros es si, como sociedad, atribuimos algún valor a la literatura y, en caso afirmativo, cómo lo determinamos. Una vez obtenida la respuesta, todo lo que se necesita es traducir ese valor a la bella y convencional metáfora que es el euro. El propio Polonio se mostraría de acuerdo con nosotros, pues no le cuesta nada aceptar que una misma nube puede parecerse a un camello, una comadreja o una ballena. Cuando se trata del vil metal, los burócratas siempre se apresuran a dejar de lado su escepticismo.

Pero no es probable que dicha traducción tenga lugar. Creo que podría argumentar convincentemente que si nuestra sociedad tiene alguna característica distintiva, es la de que no premia aquello que tiene auténtico valor. Pero no se trata de que no sepa reconocer las cosas valiosas. No se priva de lo que, a falta de términos mejores, denominaré alto arte y alta literatura. Disfruta de ellos; pero no los recompensa. No paga nada a cambio; no asume sus obligaciones como sociedad, no suelta la mosca por aquello que utiliza.

¿Qué se puede hacer frente a tales debilidades?

Una buena táctica es la empleada por aquella antigua colega nuestra, la Sibila Cumea, que ofreció sus nueve libros proféticos a Tarquino el Soberbio, último de los siete reyes de Roma, a cambio de dinero. Tarquino, siendo como era un hombre de negocios, puso el grito en el cielo ante el precio solicitado. La Sibila, entonces, arrojó uno de los libros al fuego y acto seguido ofreció al rey los ocho restantes por el mismo precio. Éste volvió a echarse atrás, con lo que la Sibila empezó a quemar un libro tras otro hasta que Tarquino, finalmente, accedió a pagar por los tres últimos el precio que ella le había pedido desde un principio por los nueve. Que tengamos redaños o no para encomendar nuestra obra a las llamas con objeto de chinchar a un editor, o que éste dé o no muestras de consternación, ya es otro cantar. Polonio, que sin duda habría encontrado trabajo en cualquier multinacional de la publicidad, declara que está dispuesto a prestar oídos a todos los hombres, pero su voz a pocos. Ya sabemos lo que quería decir con eso.

Por amor al comercio

Un método alternativo para cobrar lo que se nos debe, aunque tal vez no sea del todo práctico, es emplear las mismas tácticas comerciales de quienes nos explotan y empezar a cargarles a ellos un precio por todo. Piense, por ejemplo, en los derechos por préstamo y por fotocopia, tan arduamente conquistados; pues bien, cobre a los editores por pasar a máquina sus manuscritos, por el papel que gasta para imprimirlos, por los libros que precisa para investigar, por los billetes de autobús que adquiere para desplazarse entre su casa y la editorial. Cóbreles el tiempo que les dedica durante esas sesiones seudopsicoanalíticas en las que se ve obligado a escuchar todas y cada una de las sesudas razones por las que es indispensable suprimir esa línea del capítulo seis. Cobre derechos de autor a las revistas, los periódicos, la radio y la televisión por usar su nombre cada vez que soliciten su opinión sobre cualquier materia, sea lo que sea (generalmente se tratará de temas que no tienen nada que ver con la literatura): lo que ellos denominan 'publicidad gratuita' no es más que un modo de llenar sus columnas en blanco y su tiempo en antena disponible, y usted está proporcionándoles el texto de balde.

Contra el dominio público

Llevemos las cosas aún más lejos. Acabe con la noción de dominio público. Localice a los herederos de Shakespeare y págueles derechos por autorizar el uso de la marca de cigarros Hamlet. Cobre a los políticos por usar para sus propios fines las palabras de usted. Cada vez que un político diga 'crimen y castigo', divida el importe entre Dostoievski y Agatha Christie. Cada vez que un político hable de 'derechos humanos', divida el importe entre Tom Paine y Lord Byron. Cada vez que un político emplee la palabra 'honor', páguele los derechos correspondientes a Miguel de Cervantes.

¿Llegará alguna vez el momento de que la obra de un escritor sea reconocida por lo que es, un valor que no se mide en términos de ventas ni de modas, sino como la sustancia de la que se nutre el alma de una sociedad, una sustancia que se fortalece por acumulación, por tanteo y error, por reverberación, por la transmisión de las palabras de generación en generación y de escritorzuelo en escritorzuelo hasta que llegan al rarísimo y precioso genio literario? ¿Veremos alguna vez llegado ese momento? No es probable.

El novelista canadiense Mordecai Richler dijo en una ocasión que los escritores no deberían quejarse tanto de que las editoriales no les reclutaran, porque son voluntarios. Pues bien, creo que no es verdad. Tal vez algunos se enrolen voluntariamente, pero otros se meterán en la escritura como quien se alista en la Legión Extranjera: por la necesidad de huir o de cambiar. Tal vez los haya que sólo pretendan hacer ver que los han reclutado y se dediquen a perder el tiempo en casa haciendo garabatos. Pero, en general, si uno escribe es porque sabe que en este mundo de locos es la única cosa sana que puede hacer para no hundirse. Tal vez esto no sea cierto del todo, tal vez no se cumpla en todos los casos; pero el hecho es que, para la mayoría de quienes nos consideramos escritores, la escritura es el único refugio saludable y seguro; aun cuando algunos de nosotros se vuelvan locos tratando de reivindicarla.

Tal vez sí podamos hacer algo: cambiar el estereotipo del escritor enclaustrado. Asumamos nuestras responsabilidades políticas. Desoigamos el consejo de Polonio: prestemos y pidamos prestado deliberadamente, siendo plenamente conscientes del valor de lo que estamos prestando y recibiendo en préstamo. Por lo menos, no seamos zopencos, tal como nos advirtió Samuel Johnson cuando dijo que 'salvo los zopencos, nadie ha escrito nada jamás por algo que no fuese dinero'. Hagamos demandas, reclamemos. En su ingenioso diálogo Hipias mayor, Platón pone en boca de Sócrates la afirmación de que, según la creencia popular, el hombre que es sabio debe serlo sobre todo por su propio bien; y que el criterio para determinar tal sabiduría es, en definitiva, la capacidad de ganar dinero.

Espero que a este lado de la tumba nosotros también seamos merecedores, en el más amplio sentido de la palabra, de esa sabiduría.

Traducción de Pablo Ripollés Arenas.

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