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Columna
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Mi padre ha muerto

Hace tiempo que sé en qué consisten la maldad y la bondad, sé que no tienen nada que ver con dioses, ángeles o iglesias, sino que son atributos cien por cien humanos, decisiones privadas que se toman, al mismo tiempo, con la cabeza y con el corazón: la maldad es ignorar el dolor de los otros y la bondad es saber descifrarlo, saber poner sus heridas en tu piel, sus lágrimas en tu cara.

Mi padre murió hace tres días y yo vivo desde entonces en un mundo nuevo, lleno de cosas tachadas y de sitios a los que no volver: ¿Cómo entrar al bar al que él me llevaba cuando era niño a comer helados? ¿Cómo acercarme siquiera a todos los lugares de Madrid, los sitios de las calles Toledo, Antón Martín, Campillo del Mundo Nuevo o del paseo de la Florida a los que me llevaba muchas tardes en sus coches siempre espectaculares, esos automóviles de segunda mano que tanto le gustaban y que te hacían sentir tan bien en su interior: un Ford amarillo, un Chevrolet azul, un Chrysler automático de color negro? Me acuerdo de todas esas cosas, pero a él lo he olvidado tal y como era, cuando cierro los ojos sólo puedo verlo muerto, como lo vi la última vez, en una habitación del hospital Puerta de Hierro, muy cerca de mi casa. Yo estaba en esa habitación con una prima, llevaba muchas horas sin dormir y quise descansar un rato, un par de horas. Me fui a las tres de la madrugada y a las tres y media me llamó mi prima Almudena para decirme que había muerto. Desde entonces he pensado y sentido muchas cosas, la mayoría cosas sin nombre conocido, pero sobre todo que al salir de la habitación no le di un beso de despedida. ¿Por qué, por superstición, por cobardía? ¿Por qué tuve miedo de besar a mi padre, de tocar con los labios la frente que agonizaba? Él nunca fue un hombre muy cariñoso, ni tampoco un sentimental, pero le gustaba que le dieras un beso al entrar en casa y otro al salir. Ese beso que no le di me está matando, perdonen que les hable de todo esto, pero ¿de qué les podría hablar hoy?

La muerte es muy didáctica, yo he aprendido muchas cosas en estos tres días del horror, me he arrepentido de algunas cosas y he cambiado otras de sitio, pero sobre todo he descubierto la bondad, la maravillosa bondad de toda esa gente que ha llamado a mi número y ha venido a mi casa para abrir ventanas en medio de la oscuridad o para sumarse a la noche, es lo mismo. Cuando eres niño y quieres sellar un pacto de amistad eterna con tu mejor amigo, te cortas la yema de un dedo y mezclas su sangre con la tuya. Cuando eres un adulto y muere tu padre hay cosas que se quedan clavadas en ti para siempre: ¿Cómo olvidar a Joaquín, Jimena y Chus viniendo a medianoche a tomar una copa conmigo y a hacerme reír? ¿Cómo olvidar a Almudena y a Luisa en el funeral y en el entierro? ¿Cómo olvidar a Luis en el velatorio? ¿Cómo olvidas a tantas personas que se acercaron al pequeño camposanto de Las Rozas o al entierro en la parroquia de San Miguel, y a tantas que llamaban, que dejaron sus mensajes? Cuando eres un niño no puedes imaginar que un día tendrás que firmar el certificado de defunción de tu padre, pero tampoco que la gente es capaz de ser tan solidaria, tan pura, tan generosa. Todo tiene su cara y su cruz, incluso la moneda de la muerte.

En una ciudad como Madrid, la muerte es más sencilla, pero menos humana, todo se hace con eficacia y, por lo que yo he podido ver en el hospital Puerta de Hierro, con una delicadeza que te llena de gratitud hacia las enfermeras o los médicos que comparten contigo los primeros instantes de estupor, de angustia. Pero a mi padre lo enterramos en Las Rozas, el pueblo donde vivió casi toda su vida, y eso es otra cosa: allí, el cementerio antiguo es pequeño y está en el claro de un hermoso pinar, aunque desde hace tiempo lo cercan la autopista y otra carretera. En ese cementerio, alrededor de la tumba de mis abuelos y ahora también de mi padre, vi a tantas personas a las que no veía desde hace muchos años, las vi tan mayores y tan distintas a como eran en mi infancia pero también tan iguales, como es igual a sí misma la arena de un reloj aunque le hayas dado la vuelta, aunque haya pasado otra hora, y fue dulce recuperar ese mundo perdido. La muerte es así, tan incomprensible pero a la vez tan humana, es tan grande y tan pequeña que la mitad de tu vida cabe en un pequeño ataúd. El pequeño ataúd donde acabas de enterrar a tu padre.

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