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Derecho de partidos: un proyecto de ley polémico

Hace muy pocos meses, el profesor Lucas Murillo de la Cueva, hoy magistrado del Tribunal Supremo, y yo publicamos un libro sobre El ordenamiento constitucional de los partidos políticos (Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, México DF, 2001), comentando y reactualizando algunos de los problemas que plantea el artículo 6 de nuestra Constitución: su aparición normativa, su concordancia con otros artículos constitucionales, los aspectos penales anexos a ellos y, en fin, las leyes de desarrollo y la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional. Naturalmente, tratamos con extensión lo referente a su control.

Uno de los temas que el Derecho de partidos contempla con especial cuidado, en efecto, es el del control de los partidos: desde la inscripción hasta su eventual ilegalización. Las normas constitucionales, las doctrinas académicas y las resoluciones jurisprudenciales van forjando, así, un corpus en donde coincidencias y divergencias se entrelazan. Atención singular merece, en nuestro país, este apartado temático, porque techo ideológico e histórico constitucional, técnicas jurídicas aplicadas y oportunidad política no pueden aislarse. Y de ahí resulta una lógica e inevitable complejidad. Más aún: una simplificación voluntarista, una desviación técnica de los operadores jurídicos y judiciales, una utilización política coyuntural, puede -aunque no sea intencionada- dar lugar a consecuencias graves para el futuro y para el regular funcionamiento de una democracia estable, avanzada y pluralista. Introducirse en este campo tan conflictivo, con urgencia y sin prudencia, no es buen camino.

Como es bien sabido, la Constitución de 1978, siguiendo tardíamente con las pautas de la posguerra segunda europea, ha constitucionalizado, por primera vez y expresamente, los partidos políticos (artículo 6). En la elaboración de nuestro texto constitucional, el legislador (constituyente via facti) estableció con un muy amplio consenso -y con pocas excepciones- que la democracia restaurada es, por principio, una democracia participativa, una democracia pluralista, una democracia de partidos. Y dentro de esta concepción de la democracia el criterio dominante consiste en incluir y no en excluir, salvaguardar todas las ideas y defender su libre expresión y su libre circulación, así como la de los partidos que les encarnan. Dos principios complementarán este Derecho de partidos: límites y control, es decir, el respeto a la Constitución y a la ley y su control, por supuesto judicial.

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En los tiempos constituyentes, ya lejanos, nuestro grupo político (el PSP) intentó perfilar algo más este emergente Derecho de partidos con unas enmiendas que fueron presentadas por mí, como primer firmante, y defendidas en la Comisión Constitucional por el profesor Tierno Galván, también diputado y presidente del PSP. Se aceptó una de ellas, que decía: 'La estructura interna y funcionamiento [de los partidos] deberán ser democráticos', y así consta en el último apartado del actual artículo 6. Sin embargo, otras dos fueron rechazadas; a saber, que la financiación de los partidos fuese a cargo de los Presupuestos del Estado y, sobre todo, no se admitió otra que hubiese clarificado mucho el posterior desarrollo del Derecho de partidos: que debía corresponder al Tribunal Constitucional el control de los mismos.

Sin referencias expresas, el tema del control -y, concretamente, la eventualidad de una ilegalización- estaba muy presente en el ambiente constituyente. Un entonces diputado comunista, el profesor Solé Tura, haciéndose eco de un sentimiento cautelar, justificado por la reciente historia y por algunos ejemplos europeos (Ley Fundamental de Bonn), no consideraba necesario fijar otros límites que los genéricos del primer apartado, por si algún día diera base a una ilegalización de los partidos comunistas. En otro extremo del arco ideológico, un diputado de Alianza Popular, antecedente lejana del Partido Popular actual, Gonzalo Fernández de la Mora, no era partidario de la inclusión del artículo 6, prefiriendo remitirse al artículo 22. El amplio consenso que se crea discurrirá por otra vía, constituyendo desde entonces un principio tácito informador: integrar y no excluir. No hay que olvidar que, en este orden de cosas, la propia Constitución, precisamente para facilitar la integración de todos los sectores, parlamentarios y extraparlamentarios, establecerá que no sólo pueda ser reformada parcialmente, sino también en su totalidad: así, con perspectiva de futuro y de justicia histórica, a nadie se le debe excluir y hay que procurar que nadie se excluya. La voluntad del legislador constituyente, considerada siempre como fuente y referente a tener en cuenta, quedaba así clara y patente.

Nuestro vigente Derecho de partidos, alejado de la doctrina alemana, que permitirá la ilegalización de organizaciones nazis y comunistas, se irá gradualmente encaminando por un sistema complejo, pero siempre desde este punto de arranque integrador, y en donde múltiples protagonistas e instancias aparecen en escena: intervención reglada en el Registro, juez contencioso-administrativo, juez civil y juez penal. Por otra parte, además de ulteriores normas de desarrollo, la jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, producida al amparo de diversos derechos fundamentales y libertades públicas, ha perfilado muchos de los aspectos básicos del derecho de partidos. No diría que nos encontramos en una situación óptima, pero al menos en 25 años no se han planteado polémicas desestabilizadoras, salvo las meramente académicas. Si abrimos ahora la dinámica desarrollista, incluso reformista constitucional, todas desde luego legítimas, podemos entrar en un camino con consecuencias impredecibles y, por supuesto, esto significaría un temerario cambio de rumbo.

De esta manera, la cuestión que aparece en estos momentos, a raíz del anuncio del Gobierno de promover una nueva ley de partidos, con pretensiones ilegalizadoras urgentes, puede alterar el consenso que, en la transición y en el proceso constituyente, dio buen resultado. No se trata sólo de discutir sobre cuestiones de técnica jurídica (iniciativa, tribunal competente, retroactividad, fijación de causas), sino de considerar el tema como un problema político pre

vio: sobre la oportunidad y eficacia de fijar mecanismos expeditivos que ilegalicen a una determinada fuerza política.

Por supuesto, jurídicamente, es poco presentable que unos partidos políticos, próximos o antagónicos, tengan iniciativa formal para instar a la ilegalización de otro partido político, sea el que fuere. Por naturaleza, los partidos son y deben ser competitivos y, con esta iniciativa, juez y parte se confunden. Pero insisto en que la cuestión remite a algo con más calado: en primer lugar, analizar en qué medida la exclusión no llevará a una mayor radicalización política y social y a una orfandad legal de un sector de la opinión pública, y en segundo lugar plantearse si en este nuevo escenario político, consciente o inconscientemente, no nos deslizaríamos hacia la filosofía del ius imperii, en su zona del protectorado, con su 'eje del Mal' ascendente, nuevo nomos de la tierra, en donde una buena finalidad (lucha contra la violencia y el terrorismo) se solapa con medios muy dudosamente constitucionales o eficaces: la diabolización del adversario, convertido en enemigo interior y exterior, reabre la vieja teología de la Historia y la amoral razón de Estado, frente a las conquistas del Estado de derecho.

En fin, la oportunidad y eficacia de esta cuestión debe contemplarse desde la racionalidad jurídica y desde el arte de la prudencia política, sopesando sus efectos positivos y negativos, y no ceñirse a encuestas y consideraciones partidistas y electoralistas. Es decir, hay que analizar y actuar sin prepotencias unilaterales y, sobre todo, con buen sentido, adecuando medios y fines. Y desde esta racionalidad de la prudencia no se deben olvidar los supuestos que informaron nuestro proceso constituyente -principio de inclusión, terapia del diálogo- y, por supuesto, con una muy correcta técnica jurídica. En su día, la reconciliación nacional española costó esfuerzos, luchas y tiempo; en nuestro mundo globalizado, la consecución de una paz social duradera es un largo camino, lleno de obstáculos, penalidades y transacciones, y será real y efectiva conjugando siempre libertad y seguridad, incluyendo y no excluyendo.

Raúl Morodo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense y fue diputado constituyente por el PSP.

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