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Columna
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Clonaciones

Grandes temores veo yo en que nos repitan como a la oveja Dolly. Unos aducen motivos de conciencia, a otros les pone la carne de gallina pensar que alguien, idéntico a ellos, ande por ahí viviendo su vida . Todos queremos que los hijos se nos parezcan, pero nadie quiere que lo reproduzcan una o cien veces hasta la confusión. Dejar de ser individuo, es decir, indivisible, no parece seducir a nadie. Arrecian anatemas sobre la clonación como los que en su tiempo cayeron sobre nuestro parentesco con el mono o sobre aquella absurda idea de que la tierra diera vueltas alrededor del sol cuando es evidente que el sol da vueltas alrededor de la tierra.

Asombra ver la fe que tenemos en que la identidad repetida de nuestro cuerpo producirá una vida idéntica a la nuestra como si el color de nuestras pupilas produjese de por sí nuestra manera de mirar. Alguien ha debido convencernos de la absoluta prevalencia de la genética en la determinación de lo que somos. Creemos firmemente que otro puede ser como nosotros por el simple hecho de tener un cuerpo como el nuestro. De ahí tal vez proceda nuestra repugnancia por el asunto. A estas alturas poco valdrá invocar la extraordinaria ductilidad de nuestro cuerpo al medio cultural en que se desarrolla. Los antropólogos saben bien que los niños selváticos no andan sobre dos piernas cuando quien los cría no anda sobre dos piernas. Afortunadamente por ahora sólo se nos anuncia la repetición del cuerpo.

Otra cosa sería que nos anunciaran la clonación de las ideas, pues de ahí estaríamos a un paso de reproducir, sin diferencia, las ideas colectivas y con ellas, los fenómenos sociales. Y clonar en este terreno equivaldría a no cambiar, a poder repetir una y mil veces, sin variación alguna, nuestras formulas culturales.

Imaginen un parque jurásico-cultural en que nos repitieran ahora la feria de ganado que organizaron en Sevilla los Ybarra y volvieran a resucitar aquellas enormes tiendas de campaña plantadas en El Prado, donde se bebía Valdepeña y aguardiente entre los olores de las ovejas sudorosas y el resonar de los belfos de mulos y caballos. Sin duda tal clonación haría las delicias de los etnógrafos, pero supongan que tampoco ellos, como es de rigor, escaparan al fenómeno clonativo y se vieran retrotraídos a humildes folkloristas ajenos a los formidables avances de la Antropología Social. Entonces, si alguien fuera conciente de la completa repetición de aquella feria de 1847, cosa imposible si la clonación fuese perfecta, la cosa empezaría a tener poca gracia hasta para los etnógrafos.

Vengan sevillanas y volantes a cobijarnos de estas otras clonaciones terribles. Vaya usted a saber si, como soñó aquel ciego sublime, todo lo que ahora hacemos y creemos no repite hasta la saciedad, como en un ritual ciego, lo que otros hicieron y creyeron.

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