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Columna
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Instalemos la tapa

Parece remitir el problema causado por el botellón en algunas zonas de nuestra ciudad. Ignoro la incidencia que en ello puede haber tenido la fuerte intervención policial, aunque el uso de la fuerza no parezca bien acreditado. Es posible que la coacción ejercida sobre los expendedores de bebidas a los jóvenes haya reducido ese comercio, lo que hay que considerar como un débil acierto de las autoridades. Quienes han tenido alguna relación con el Reino Unido recuerdan las normas inflexibles de apertura y cierre de los pubs, que tuvieron vigencia hasta hace seis o siete años. ¿Cuál fue el origen de aquellas drásticas medidas, y resolvieron el problema del alcoholismo en la Gran Bretaña? Desde luego, nada tenía que ver con la juventud de ahora, ni siquiera con la perturbación del orden público.

Según me informa un pariente que vive allí, se trataba de una medida aplicada en tiempos de la Primera Guerra Mundial, referida al calamitoso estado en que volvían al trabajo, después del almuerzo, los trabajadores en las fábricas de munición para el Ejército. Regresaban completamente borrachos o no lo hacían, y eso produjo unas normas que se han prolongado a lo largo de todo el siglo XX.

Las tradicionales tabernas inglesas no eran los lugares donde los hombres -raras mujeres- se reunían con los amigos para despachar unas pintas de cerveza tibia, sino expendedurías de licores donde consumir la mayor cantidad en el menor tiempo. No redujo el alcoholismo, sino que aumentó, pero fuera del horario laboral. A las 17.30, hora de apertura en todo el imperio, masas sedientas de individuos se precipitaban sobre los mostradores. A las 22.30 en días corrientes y media hora más tarde en los festivos, se echaba el cierre y cada uno tenía que incubar su pítima. Ahora sigue vigente esa frontera nocturna, vulnerada por los restaurantes indios y chinos de los alrededores, con permisos más amplios. Como pasa en Madrid.

Vivimos, al parecer, una tregua en la fiebre del viernes por la noche, beneficiosa para los vecinos que pueden descansar y para los propios chicos y chicas, que no arruinan su estómago con pésimas bebidas. Me atrevo a sugerir una medida complementaria, que entronca con las mejores tradiciones hispanas: instaurar el hábito -impuesto, si fuera necesario, al principio- de que sirvieran una tapa con cada consumición. Si las copas son un pretexto para relacionarse, la rodajita de chorizo, la fina loncha de jamón, la croqueta o el bacalao frito sentarían divinamente en los cuerpos que ahora pasan doce o catorce horas con unos tragos de mal coñac y coca-cola. En eso nos diferenciábamos del resto de los europeos. En cualquier tasca se encuentra la rica tapa, el pinchito suculento, desde el pulpo a la tortilla de patata, el trozo de bonito, el canapé de foie-gras. El mismo concepto de 'tapa' -que todo el mundo conoce- procede de la rodaja de embutido que se ponía sobre el recipiente a fin de que en él no cayeran las moscas. Quien logre relacionar estos aperitivos con la música y la iluminación psicodélica habrá prestado un gran servicio a la colectividad. La idea no deja de tener inconvenientes prácticos de aplicación, pero se podría convocar un amplio y generoso concurso nacional de ideas, entre las cuales tiene cabida esta de fomentar el consumo de las tapas entre el segmento más tierno de la población. Volviendo al tema inicial, me he preocupado por saber si la abolición británica de los horarios inflexibles ha repercutido en el número de intoxicados etílicos. 'Muy poco', ha sido la respuesta. 'Ha de pasar tiempo, generaciones quizás, antes de que se aplaque la sed inextinguible de aquella gente, aunque es posible que ahora se vean menos borrachos tirados por las calles'.

El quid estará en seguir apretando las clavijas a los proveedores nocturnos, vigilar la estancia callejera de los menores en horas intempestivas y ofrecer alternativas al irrenunciable derecho de la juventud a divertirse. La idea de sustituir el baile y la juerga por competiciones de baloncesto en la madrugada no parece demasiado feliz. Por el momento, a nadie se le ha ocurrido convertir en discotecas parte de los recintos escolares y universitarios. ¿Qué tal instalar bares y freidurías en el instituto o en las facultades, con apertura y cierre hebdomadarios? Tradiciones más peregrinas, como la de los tunos, han sobrevivido.

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