El póquer
Eran partidas exhaustivas. Nos sentábamos a la mesa a las once de la noche y algunos no levantaban el campamento hasta la hora de comer. Nadie parecía agotarse ni sufrir los dolores posturales que provocaban las sillas, todos aguantaban estoicamente el tipo como si la emoción del juego anulara los padeceres corporales. Jugando al póquer nos sentíamos como los tipos duros de las películas americanas y jugábamos tanto que las cartas desfilaban machaconamente por nuestros sueños. En aquel entonces poníamos un duro por mano, cantidad que para la modesta economía adolescente garantizaba sobradamente el interés en el juego.
De un farol oportuno, una retirada a tiempo o un arriesgado envite dependían los recursos para financiar los parcos placeres mundanos del fin de semana o dedicar el sábado y domingo a la meditación contemplativa. Jugarse el dinero estaba prohibido y, según la ley, podía aparecer en cualquier momento la policía y levantar la mesa con todo lo que hubiera encima.
En realidad, eso sólo ocurría con las sesiones de bingo que montaban clandestinamente algunas casas regionales con la aquiescente vista gorda de la autoridad competente. Muy de tarde en tarde cubrían el expediente enviando a cuatro agentes investidos de intocables de Eliott Ness, que entraban a saco incautando la pasta y los cartones. Mientras tanto, las timbas grandes o pequeñas florecían por doquier en la más absoluta impunidad. Las de poca monta, como las nuestras, podían celebrarse sin mayor disimulo en el bar de la esquina, en la cafetería de la facultad y hasta en los bancos traseros de clase, donde el profesor de turno nunca se atrevía a internarse.
Sólo la irrupción de los antidisturbios que desalojaban en aquellos tiempos las aulas por motivos muy distintos interrumpía tan peculiar casino. Considerado por los especialistas como el juego de cartas más universal, el póquer tiene una gran variedad de modalidades en las que no sólo cuenta la suerte. Requiere además inteligencia, psicología y, sobre todo, temple, mucho temple. Ni un solo músculo facial, ni el más leve tic involuntario puede revelar al resto de los jugadores que lo que tienes entre manos no es un espléndido full de ases, sino una triste pareja. Pero al póquer no se puede apostar con garbanzos ni jugarse la honrilla, hay que arriesgar algún dinero porque, entre otras razones, un farol con legumbres ni es farol ni es nada. El problema es que con la emoción, el ansia y las apuestas de por medio, resulta fácil perder la cabeza cayendo en el vicio y la desmesura. Precisamente, el temor a los escándalos y traumas económicos que su práctica puede llegar a generar entre quienes, presa de la adicción, apuestan grandes sumas, le ha mantenido hasta hoy fuera de la ley. Ahora, sin embargo, el Gobierno regional de Madrid ha decidido sacarlo de la clandestinidad. Cuando se aprueben definitivamente las modificaciones introducidas a la Ley del Juego, los casinos de la región dejarán de ser los únicos de España donde estén prohibidas las partidas de póquer. A partir de entonces, habrá un reglamento, y los que quieran jugarse las pestañas y arruinarse como es debido podrán hacerlo con garantías plenas de limpieza.
Hay que suponer que en las partidas legales no tendrán cabida los que vengan con ases en la manga ni esos otros de cuyas manos surgen los comodines como si fueran alumnos de Tamarit. A pesar de ello, el motivo de esta legalización tardía no es proteger a los jugadores incautos de los tahúres del Misisipí, sino evitar que otros recauden lo que, según la ley, corresponde recaudar al Ejecutivo autonómico. En Madrid algunos listos se han hecho ricos organizando timbas clandestinas en las que otros arriesgaban enormes fortunas. Un negocio bien montado al que muy pocas veces las autoridades han podido, han sabido o han querido, hincarle el diente. Muchos se sorprenderían de las personalidades y personajes públicos que participan asiduamente y a cuántos el vicio desaforado condujo a la ruina. Ahora acudirán al casino y al menos pagarán impuestos. Lo más curioso es que, teóricamente, las partidas de duro o cinco céntimos de euro seguirán siendo ilegales. Si no enloqueces, el póquer es divertido hasta cuando pierdes. Ganando, como dice el chiste, debe ser increíble.
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