Ramala, una ciudad rota
Un paseo por Ramala deja ver una ciudad llena de heridas de tanque, de coches aplastados y la basura de 15 días
El levantamiento del toque de queda es una fiesta. En medio de calles rotas, edificios reventados, basura y tanques que vigilan implacables, los habitantes de Ramala recuperan por unas horas su ciudad y celebran el encuentro con cada uno de sus vecinos. Pero esta repentina libertad es sólo un espejismo y la alegría desaparece cuando el reloj está a punto de dar las cinco de la tarde en Israel, una hora menos en Palestina. En su camino para entrevistarse con Yasir Arafat, el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, verá una ciudad llena de heridas de tanque.
'Desde hace días las madres palestinas están llorando, ahora les toca llorar a las madres israelíes', me advierte acongojado un palestino cercano a las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa.Shaden Amro y Munira Qleibo son el mejor ejemplo de la resistencia palestina. No son combatientes ni militantes de ningún partido. Son dos mujeres jóvenes de clase media con trabajos decentemente remunerados. Ambas se han vestido de domingo dispuestas a aprovechar las cuatro horas sin toque de queda para acercarse a Jerusalén.
'¡Estamos defendiendo nuestro país! ¡Nadie nos parará!, corea un grupo que pide venganza
'Necesitamos un respiro', justifican ante la sorpresa de la periodista. Las dos semanas de encierro forzado no han hecho mella en su determinación de seguir viviendo. Una vez más, los soldados israelíes se interponen en su camino. Munira tiene un DNI israelí, pero Shaden no. Se suspende la excursión. A cambio, acceden a acompañarme en un paseo por su ciudad.
Primera parada: la Escuela de Enfermeras de la Universidad de Al Qods, donde Munira enseña dietética. Un tanque cierra el acceso. 'Tomaron la universidad el cuarto día de la invasión', explica la profesora con un gesto de incredulidad, 'incluso el quinto piso donde se encontraba el canal de televisión educativo'. 'En realidad, han ocupado todas las estaciones de televisión', apunta Shaden.
Encontramos a unos muchachos que caminan por la calle como si fuera la primera vez que la pisan. No han salido de sus casas desde el pasado lunes, cuando se levantó por segunda vez el toque de queda. Descubren una ciudad llena de heridas de tanque, de coches aplastados y de basura sin recoger en 15 días. Han decidido filmarlo.
'Los soldados nos han quitado la cinta del vídeo, ¿podría pedírsela usted?', preguntan como si los periodistas tuvieran alguna influencia sobre los uniformados. Pero nuestra presencia en Ramala es ilegal y nadie quiere llamar mucho la atención ante el riesgo de ser expulsado.
Segunda parada: la oficina central del Banco Internacional Palestino, donde Shaden es directora adjunta. Tres tanques en lugar de uno. Los militares israelíes nos observan desde una ventana. 'Detuvieron al guardia de seguridad', relata preocupada, 'y no sabemos si han volado las cajas de seguridad o qué han hecho'. Hoy no lo vamos a averiguar. Un soldado nos sale al paso y nos conmina a irnos de allí.
En el camino, un par de hombres se acercan. '¿Por qué no ha ido a Yenín?', espetan a bocajarro. 'Allí los israelíes están cometiendo una matanza'. Ambos expresan su malestar por la actuación de las Fuerzas Nacionales en Ramala. 'Es una vergüenza. Durante la primera incursión [del 11 al 14 de marzo], todavía hubo algo de resistencia, pero esta vez han dejado que tomen la ciudad y las armas sin oposición', aseguran. No quieren dar sus nombres.
Tercera parada: plaza de Manara, el centro comercial y social de la ciudad. Han desaparecido los policías de uniforme azul incapaces de poner orden al tráfico, pero siempre atentos con los visitantes. Han desaparecido también los milicianos que paseaban prepotentes sus Kaláshnikov. Los soldados han emborronado el póster gigante de Arafat con una inscripción en hebreo. 'No sabemos qué significa, aunque seguro que no es nada bueno', señalan mis interlocutoras.
'¡Venganza! ¡Venganza!'. Desafiando la ley marcial, Al Fatah ha organizado una manifestación. '¡Estamos defendiendo nuestro país! ¡Nadie nos parará!', corea el grupo. Son apenas medio centenar de personas, la mayoría mujeres, algunas con bebés en brazos. Nadie da un pimiento por la visita de Colin Powell. '¡No habrá seguridad, no habrá paz, hasta que no se vayan!'.
La paciencia de los soldados se acaba cuando dos críos les tiran sendas piedras. Disparos al aire, botes de humo, granadas aturdidoras. Todos salimos en estampida: los manifestantes, los que pasaban por allí con las bolsas de la compra, los periodistas... Incluso los que llevan cascos y chalecos antibalas. Los militares israelíes no bromean.
'Se ha derramado demasiada sangre', lamenta B., un activista cercano a las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa. B. llega a la cita con un ojo rojo. Le ha alcanzado un bote de humo. 'Respetamos al jefe del Estado y a los partidos, pero nuestra lucha va a continuar, aún somos fuertes', me asegura tras cerciorarse de que nadie nos sigue. 'En Yenín y en Nablús han matado a varios de nuestros dirigentes, pero hay otros mil. Hasta a Al Fatah le llegan todos los días jóvenes para ofrecerse como mártires', declara en referencia al partido gubernamental y los muchachos dispuestos a convertirse en hombres bomba. 'Lo que más nos duele es la postura de los regímenes árabes. Son unos cobardes', concluye.
Sabri Beiruti, un otorrinolaringólogo que estudio en Zaragoza, está de acuerdo. 'Nuestro premio Nobel Naguib Mahfuz no ha abierto la boca', se duele antes de hacer un llamamiento a Goytisolo, Saramago y García Márquez para que presten su voz al pueblo palestino. 'Sé que todos ellos han mostrado sensibilidad por nuestra situación. Tal vez un gesto suyo podría ayudarnos más que la visita de Powell'.
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