Triunfo de Dávila Miura
Eduardo Dávila Miura tenía abierta la Puerta del Príncipe y se la cerró él mismo al precipitarse a la hora de matar. La miel en los labios y no la saboreó. Incomprensible. Le faltó la serenidad suficiente para entender que el toro estaba humillado, y pinchó; y volaron la segunda oreja y esa gloria terrenal que tanto se acerca al cielo.
Lo cierto es que Dávila había toreado como los ángeles a un bravo y encastado sobrero de Torrestrella, que acudió con prontitud al caballo, aunque recibió muy poco castigo, se dolió en banderillas y embistió en la muleta con alegría, recorrido, codicia y acometividad. Un toro emocionante que recibió los honores de la vuelta al ruedo entre la ovación atronadora del respetable.
Torrestrella / Caballero, Puerto, Dávila
Seis toros de Torrestrella (el sexto, devuelto al partirse un pitón), desiguales de presentación, mansos y descastados, a excepción del sobrero, bravo y encastado, al que se le dio la vuelta al ruedo. Manuel Caballero: estocada (silencio); un pinchazo y el toro se echa (silencio). Víctor Puerto: media tendida, tres descabellos y el toro se echa (silencio); media tendida y dos descabellos (silencio). Eduardo Dávila Miura: estocada caída (oreja); pinchazo y estocada (oreja). Plaza de la Maestranza, 11 de abril. 8ª corrida de abono. Más de media entrada.
Dávila venía a triunfar. Era su última oportunidad y quería exprimirla. Esa disposición se le nota a los toreros. Lo había recibido con verónicas animosas, y con la muleta en la mano izquierda se plantó en el centro del anillo mientras que a Ojito, así se llamaba el toro, lo retenían en las tablas. El torero lo desafió, le mostró la franela y el animal aceptó raudo el envite; llegó al encuentro a galope tendido y el torero lo vació con maestría. Volvió el toro y allí estaba de nuevo una muleta poderosa y templada. Así, una ligada tanda de emocionantes naturales que cerró con un apretado pase de pecho. Mientras la plaza, puesta en pie, vitoreaba a su héroe, la música acompañaba la gesta torera.
Volvió Dávila a las andadas. Citó de lejos, acudió Ojito y entre ambos se hizo verdad la plasticidad del toreo auténtico. Después, una tanda magnífica, templadísima y honda, de derechazos; otra más, plena de sabor torero, y ese toro, de embestida incansable, colaborador entrañable, que aún tiene gas para otra faena. Dávila monta la espada, se hace el silencio, las mentes empujan, la del Príncipe que se entreabre, pero, ¡ay!, en un segundo el toro humilla, el torero no rectifica, y pincha... Ohhh... Qué pena... Qué aflicción... Qué error... Qué torpeza, quién sabe. Ojito había triunfado; Dávila, también, pero menos que su noble oponente.
Ésas son las oportunidades que no se pueden escapar. Sobre todo, cuando se persigue el triunfo con tanto ahínco. Su primero era un nobilísimo inválido. Se lo brindó al ganadero, y en el primer pase hace el toro ¡plaf! y se despanza en el albero. ¡Qué bochorno! Pero el torero logró hacerse con él, mantenerlo en pie y pasarlo por ambas manos con temple y hondura. Fue una faena bonita, pero a un medio toro y, por tanto, premiada en exceso.
¿Redime al ganadero el triunfo incontestable de Ojito? La pregunta tiene su miga porque los cinco toros restantes fueron un desecho de bravura, de casta y de fuerza. Un petardo en toda regla del que se salvó, lo que es la vida, el sobrero, muy justo de presencia y feo, que salió porque el titular se partió el pitón izquierdo en su primer encuentro con un burladero. ¡Lo que sabrá nadie de vacas y toros!
También estuvo Manuel Caballero. Muy circunspecto. Dos chicuelinas y una media. No sudó. Los toros no eran apropiados y él, que es figura moderna, ni se inmutó.
Puerto, otra figura moderna, cerró la terna. Tampoco se inmutó. Sus toros, sosos e inválidos. Las dos figuras anduvieron como alma en pena, pesados, aburridos, sin imaginación, a merced de los elementos.
Mientras, Dávila salía a hombros con otra pena: se había cerrado la Puerta del Príncipe.
Babelia
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