Nuevas divas
La actuación de Ainhoa Arteta en el Palau, programada en un principio para el 14 de diciembre (en una sesión cancelada donde debía cantar también su marido, el barítono Dwayne Croft) tuvo lugar, por fin, el pasado día 9. En ella, la soprano vasca se exhibió de nuevo con todas las luces -y las sombras- que habitualmente la acompañan.
Entre las luces es preciso subrayar la entidad de su instrumento: la voz tiene un innegable volumen, con squillo en el registro medio y agudo. La zona grave, algo menos segura, se ve embellecida, sin embargo, por el color oscuro del timbre. El fiato parece robusto, sobre todo cuando la voz ya está caliente. Ello le permite articular frases largas (la Canción de cuna para dormir a un negrito fue buen ejemplo de ello) sin que el oyente pueda percibir apuro en su acabado. Controla bien, por otro lado, los reguladores, y así consigue seducir a un público que comprende cuán costosas resultan esas gradaciones paulatinas del volumen, sin brusquedades y con dominio del caudal sonoro.
Ainhoa Arteta
Ainhoa Arteta (soprano) y Alejandro Zabala (piano). Obras de A. Scarlatti, Vivaldi, Liszt, Ives, Copland, Barber, Ravel y Monsalvatge. Palau de la Música. Valencia, 9 de abril de 2002.
Entre las sombras debe citarse la artificiosidad: los recursos, por preciados que sean (medias voces, silencios tensos, etc), no pueden escanciarse de forma caprichosa y efectista. Sólo la asunción sincera e interiorizada de una música -y del texto que la sustenta- permiten que la técnica se convierta en herramienta de la expresión. No es el caso de Ainhoa Arteta o, al menos, no siempre lo es. Sus capacidades -nada desdeñables, al menos en el repertorio escuchado el martes- parecen estar, más bien, al servicio del lucimiento personal. La gestualidad amanerada -elegante en opinión de algunos- abundaba en esa impresión, aunque le facilitó el aplauso de un público cada vez más interesado por el ritual propio de las nuevas divas: físico atractivo, vestuario chic, 'encanto' personal, historial avalado por figuras consolidadas y (en eso coinciden con las antiguas) contacto con el público. Dicho contacto se redondea, entre otras cosas, a partir de las flores: la diva las recibe y, grácilmente, devuelve algunas a los espectadores. También a partir de los bises: no falta nunca alguno de tipo 'castizo' o 'ligero', que aumenta el arrebato de unos oyentes ya totalmente entregados. El broche de Arteta lo puso su afirmación de amor a Valencia y a los valencianos, que -dicen- se repite (variando el destinatario) en todas las plazas donde recala.
De todo eso hubo en el recital de Arteta, que, además, fue bastante breve, aunque luego se prolongara con cinco bises para rozar así la duración habitual. Es preciso recordar que varias de las obras programadas (Ives, Copland y Barber) no presentaban dificultades técnicas de calibre, sobre todo tratándose de una cantante en la flor de la edad. Por otra parte, si repasamos las apariciones recientes de la soprano tolosana encontraremos reproducido buena parte del programa. Es una lástima. La voz, en su origen, hubiera podido dar mucho juego. Pero si se embarranca en el aplauso fácil, es muy posible que quede en simple estrella fugaz.
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