La isla de Polifemo
Era una imagen sorprendente, inesperada e involuntaria, pero total e inmediata. Incisiva, completa, era una metáfora irresistible en esa tarde de lunes, nuestro primer día completo en Ramala, en el control que cortaba la carretera y obligaba a los habitantes y visitantes de la ciudad a bajar de sus vehículos, cruzar la barrera a pie y subir a un medio de transporte distinto al otro lado del canalón abierto en la carretera. Un lugar bullicioso y potencialmente explosivo, en el que unos comerciantes habían instalado un mercadillo, sobre todo de frutas, chucherías y refrescos. Un joven con una extraña vestimenta llena de colorido, que llevaba una especie de bandeja en bandolera con vasos de plástico colocados sobre ella para servir sus artículos más rápidamente, observó mi fascinación y me ofreció una bebida. Yo no había cambiado mi dinero, así que no podía comprar nada, y así se lo expliqué. A él no le preocupó lo más mínimo. Había decidido que yo tenía que beber algo, y me ofreció un vaso, sin cobrarme nada.
Pero no, no es ésa la imagen que resume para mí la visita a Israel y Palestina; ésa fue la cara benévola de nuestra experiencia, un abrazo entusiasta, cálido y hospitalario, una necesidad, sobre todo, de relacionarse con la humanidad exterior y asegurarse de que el mundo no había olvidado esta tierra de desgaste mortal. La imagen crucial fue la que vimos cuando volvíamos de la Universidad Bir Zeit. Al salir de Ramala, hicimos lo mismo que todo el mundo: bajamos de nuestros autobuses en el puesto de control, que los soldados israelíes habían abandonado, porque se había convertido en un importante blanco de ataques. Nos abrimos camino entre los bloques de cemento, cruzamos la profunda hondonada abierta a través del asfalto y subimos a los taxis preparados por nuestros anfitriones. Al volver, de nuevo la misma rutina: fuimos en taxis desde el campus universitario, cruzamos el puesto de control con un grupo variopinto -traba-jadores, estudiantes, profesores, campesinos, médicos, enfermeras, colegiales, etcétera-, caminamos hasta el bullicioso aparcamiento improvisado y allí esperamos a los autobuses que nos habían llevado a la ida. Y entonces surgió, llena de intensidad, la imagen reveladora.
Llegó un camión al aparcamiento; en vez de soltar seres humanos o mercancías, empezó a bajar de él un rebaño de ovejas cargadas de lana, espoleadas por su pastor. Contemplamos al pastor mientras empezaba a conducir el rebaño, no por el asfalto, sino bajando hacia el valle de piedras y matorrales que partía del borde de la carretera, justo donde daba una profunda curva. ¿Estaba tomando un atajo para llegar a su destino, se dirigía por caminos rurales hacia otro pueblo, o simplemente quería que sus ovejas pastaran un rato antes de subirlas a un nuevo vehículo al otro lado de la barrera? No nos quedamos el tiempo suficiente para averiguarlo. Pero lo que sí pasó es que tuve un destello instantáneo: Ulises entre los cíclopes, atrapado en la cueva del monóculo Polifemo.
Vamos a recordar algunos detalles fabulosos de la aventura, con varios paralelismos aleccionadores. Ulises busca refugio para él y sus hombres en la cueva del gigante Polifemo, pero éste, después de recogerles en su casa, empieza a devorarlos uno detrás de otro y los encierra con la ayuda de una enorme roca que los hombres no pueden mover ni uniendo todas sus fuerzas. Mientras Polifemo duerme, Ulises lleva a cabo su venganza y prepara su fuga clavando un tronco afilado y caliente en el ojo solitario de su carcelero. El único problema que queda es cómo escapar de la cueva.
Recordemos también que Ulises, con su astucia y su precaución habituales, no había dado su verdadero nombre al jovial anfitrión, sino que se había presentado como Nadie. Cuando, en plena noche, chisporrotea la estaca ardiente en el ojo del gigante y él aúlla de dolor, los demás cíclopes corren en su ayuda y preguntan quién o qué le ha causado su angustia. 'Nadie es el villano', replica Polifemo una y otra vez. Y sus vecinos, claramente enfadados, le aconsejan que busque remedio para sus pesadillas y se retiran a sus cuevas. Si nadie te está atormentando, le maldicen, ¿por qué perturbas nuestro sueño?
Al amanecer, Ulises y sus remeros siguen encerrados en la cueva, esperando a que Polifemo retire la roca, cosa que está obligado a hacer para que sus ovejas puedan salir a pastar. Pero el gigante, pese a estar loco de dolor, tiene todavía la precaución de no abrir más que el espacio necesario para que pasen las ovejas de una en una, y mueve sus enormes manos por el aire y sobre cada animal para asegurarse de que no pasa nadie a lomos de él. Como es natural, el astuto Ulises ha atado a cada uno de sus hombres bajo el vientre. Polifemo acaricia a sus lanudas compañeras, les susurra palabras de afecto, pero deja pasar, sin quererlo, hasta el último hombre. ¿Instructivo, hasta aquí? Ahora llegamos a la parte más peli-grosa.
Una vez en el mar, Ulises no se resiste a burlarse de su enemigo e insulta a gritos al gigante. En la ira de la fiera herida, Polifemo arroja grandes rocas en dirección de la voz que le aguijonea, y provoca una oleada que casi consigue ahogar a sus torturadores. Demasiado tarde. El pájaro ha huido. Ulises, si hubiera querido, podría haber vuelto y haber herido una y otra vez a Polifemo, y éste habría levantado todas las rocas -que tanto destacan en la tierra palestina, con su blanco deslumbrante- y las habría arrojado a ciegas contra su asaltante, de forma que habría errado el blanco pero habría provocado una inundación tras otra, que habría podido sumergir el mundo y ahogar a todos los inocentes que lo habitaban.
El anonimato de Nadie -tan numerosos, de todas las edades y de los dos sexos- es lo que enfurece al Gobierno de Israel, y a su jefe actual, para el que resulta muy apropiada la evocación de la figura de Polifemo, incluso físicamente. En el proceso de vengarse de su enemigo, ha adoptado una táctica que, o bien va a desencadenar una oleada que sumergirá el mundo, o -una imagen más adecuada- va a hacer que arda del todo. Incapaz de identificar a su escurridizo enemigo y de dar golpes preventivos, pero empeñado en identificar un objetivo, centrar la atención del mundo en él y dar un nombre y un rostro al cuerpo invisible de Satán, Ariel Sharon ha preferido obsesionarse con una identidad meramente posible, pero, la verdad, sencilla-mente cómoda y simplificadora -Yasir Arafat-, y ésa es la razón de que el fracaso se disfrace de razón y la frustración de conocimiento objetivo. Sabemos quién es nuestro torturador, grita Sharon -y el Gobierno de Estados Unidos se hace eco-, y no es otro que Yasir Arafat.
¡Arafat! ¡Arafat! ¡Arafat! Mucho antes de que existiera la posibilidad de acercarme a la cueva de Polifemo, me había trastor
nado hasta lo más hondo de mi mente el hecho de que cualquiera con la más mínima inteligencia, con una mínima comprensión de la psicología de la humillación y la desesperación, pudiera mostrar tanta estupidez como para imaginar que, en el contexto del conflicto de Oriente Próximo, un solo individuo -por mucho que le respeten sus seguidores, por muy sacrosanta que sea su autoridad- pudiera controlar un tipo de acción nacido de la desesperación y el trauma, tanto individuales como colectivos. Y, desde luego, Yasir Arafat no controla los numerosos brazos de la resistencia palestina. Ni siquiera los diversos grupos existentes pueden asegurar que controlan actos individuales de determinación e inventiva. Timothy MacVeigh acabó con más de 200 almas de un plumazo. Nadie ha intentado atribuir al presidente del lobby de las armas la responsabilidad exclusiva de que MacVeigh tomara la decisión homicida de vengar a las víctimas de Waco.
Ni ha considerado nadie -y así lo pude señalar en varias ocasiones durante nuestra visita- al primer ministro de Israel responsable de la acción, hace muchos años, de aquel reservista, un médico que abrió fuego sobre una congregación de fieles musulmanes en una mezquita y mató a más de una decena antes de volver el arma contra sí mismo. Las irracionalidades de los Gobiernos de Israel y de Estados Unidos han sido increíbles; serían ridículas si no fueran acompañadas de consecuencias tan trágicas y previsibles. Por ejemplo, en los primeros tiempos de esta última Intifada, su insistencia en que los palestinos respetaran, al menos, una semana de moratoria sin violencia antes de comenzar las negociaciones de paz era, para todas las personas que se considerasen racionales -excepto esos dos dirigentes-, una exigencia de un infantilismo increíble, mucho antes de que el propio Sharon reconociera su inutilidad. Mi breve estancia entre palestinos de la calle ha servido para hacer que revisitara ésa y otras declaraciones políticas del Gobierno israelí, fomentadas con una enorme falta de sensibilidad por el Gobierno de Estados Unidos. Si he sacado algo de nuestra visita, personalmente, es haber intensificado mi terror particular al pensar que unos dirigentes semejantes, con un poder militar ilimitado, tengan en sus manos una capacidad tan fundamental de intervención en los asuntos mundiales.
No he tenido ninguna gran revelación. Hace meses, en un artículo para Encarta Africana, escribí que el Gobierno israelí estaba arrancándole el corazón y el hígado a Arafat y dándoselos para comer a sus hijos; y era fácil predecir las consecuencias de esa evisceración. Lo que obtuve la semana pasada fue la confirmación de lo que tanto me había asombrado, algo que me hizo temer verdaderamente por los israelíes, porque muchos de aquellos que alguna vez creyeron que su líder político iba por el buen camino no se habían molestado nunca en pensar en los campos de refugiados de los palestinos, en su existencia diaria, aunque no pudieran visitar la realidad física ni experimentar de primera mano la humillación diaria y las cicatrices mentales en las que consiste la situación actual de casi todos los palestinos.
Vimos los puestos de control por los que pasan miles de árabes palestinos todos los días para ir a trabajar a su única fuente de ingresos, Israel. Nos vimos atrapados en interminables caravanas que tienen que aguantar para ir y volver del trabajo, es decir, dos veces al día. Las caravanas me recordaban a mi país, Nigeria, entre el primer golpe militar y la guerra de Biafra, e inmediatamente después. Me acordaba de las caras de desesperación y resignación, pero también de la ira latente de una población que afrontaba la humillación diaria a manos de un ejército arrogante. Esa sensación de humillación era igualmente palpable en Palestina: se podía tocar, medir y pesar. Se expresaba de muchas formas, desde la gente corriente en las calles, hombres, mujeres y niños, hasta profesores y estudiantes en la universidad, miembros de ONG, escritores y dirigentes civiles. La confirmaban los extranjeros obligados a compartir la vida de los palestinos, como los funcionarios de ACNUR, la organización de Naciones Unidas para los refugiados. Había numerosas historias de mujeres que dan a luz en los puestos por la inflexibilidad con la que se controlan los movimientos de la gente, muertes que ocurren en ambulancias atrapadas en caravanas o también en los puestos. Y, por supuesto, al andar pisábamos restos de argamasa, teníamos que abrirnos camino entre los escombros de casas demolidas y veíamos, en toda su crudeza, la política de ocupación de tierras por parte de los colonos: demoler, crear una tierra de nadie, y ocupar el lugar que ha quedado desierto cuando los palestinos, acosados, se van a donde los cañones no puedan alcanzarles. Los organismos de la ONU, los diplomáticos extranjeros y otros visitantes han dejado constancia meticulosa de esos casos de despojo y su estremecedora metodología. Las pruebas visibles son abrumadoras e indiscutibles.
¿Mantuve la distancia necesaria durante esta visita? Por supuesto que sí. Y por supuesto que no. No es posible tener meramente una visión clínica y objetiva de la situación en Palestina. Cuando hay seres humanos que vuelan en pedazos en restaurantes y hoteles, y especialmente con un grotesco sentido de la oportunidad -cuando están celebrando una fiesta sagrada, como la Pascua-, se siente rabia y horror respecto a los responsables. 'Martirio' es una palabra mal utilizada cuando va unida al asesinato de inocentes. Si no existen inocentes en ninguna lucha, más vale que demos por perdida la causa de la humanidad. Me estremezco cuando oigo la expresión 'martirio' como equivalente a un asesinato suicida, sobre todo cuando se refiere a un asesinato en masa. Y, en el otro tipo de terror, el de Estado, cuando se oye a una familia relatar gráficamente el paso de los tanques que han derribado sus paredes de noche, todo el yeso caído sobre quienes estaban acostados, inocentes aplastados mientras dormían, también es imposible permanecer visceralmente distanciado o no sentirse moralmente agredido. Esos hogares habían pertenecido a esos inocentes desde hacía generaciones. Ahora se han convertido en semilleros de una nueva especie de bípedo: el deshumanizado.
La onda expansiva de la destrucción continúa. Los horrores que se han convertido en el pan de cada día para ambas partes de este desgraciado conflicto los comprendí con más claridad aún el domingo de Pascua, desde la relativa seguridad de California, cuando leía las informaciones sobre el último atentado en Tel Aviv. El nombre de la calle me sonaba. La explosión, al parecer, se había producido en un café en la misma calle donde Russell Banks (el presidente del Parlamento Internacional de Escritores) y yo nos habíamos tomado nuestra 'dosis' de espresso mientras esperábamos para entrevistarnos con Simón Peres, después de haber llegado directamente de Gaza a primera hora de la mañana del miércoles. Quizá fue incluso ese mismo café; todavía no lo sé. Sin embargo, mientras tanto, los rasgos afilados pero nostálgicos de la simpática joven que nos atendió me vinieron inmediatamente a la retina, y ahí se ha quedado la imagen, persistente. ¿Se habrá convertido en otra estadística más de la ciega irritación de Polifemo?
http://www.autodafe.org
Wole Soyinka es escritor nigeriano, premio Nobel de Literatura de 1986. © Parlamento Internacional de Escritores.
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