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Columna
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El de la radio de Mannheim

Año 1977. Doce españolitos de 18 años, con las hormonas a punto de estallar y más granos en la cara que una paella valenciana, nos presentamos en Mannheim, una base militar situada en Alemania, a jugar un torneo de baloncesto internacional. No sabíamos muy bien ni dónde íbamos ni mucho menos qué nos íbamos a encontrar. Fuimos abandonados en unos barracones militares de ésos de películas de culto como El sargento de hierro, de Clint Eastwood. El dormir todos juntitos dio lugar a situaciones maravillosas como el concierto de ronquidos con el que nos obsequiaba todas las noches uno que luego se hizo muy famoso o aquél que aliviaba sus furores juveniles cuando creía que los restantes estábamos dormidos.

Del aspecto deportivo los recuerdos distan mucho de ser frescos, aunque sí lo suficiente para saber que Epi, Romay, Llorente, Indio Díaz y compañía, los del 59, estuvimos a la altura de las circunstancias y pusimos, como luego ha ocurrido con otras generaciones exitosas, la primera piedra de unas carreras que en nuestro caso tuvieron su máximo exponente en la famosa plata olímpica de Los Ángeles 84. Fuimos segundos y sólo nos ganó Estados Unidos. Bueno, quizás el término ganarnos se quede un poco corto, pues la verdad es que nos masacraron hasta el extremo de que durante muchos minutos no fuimos capaces no ya de anotar, sino ni siquiera de llegar con el balón al medio campo, pues nos robaban la cartera una y otra vez. Era como el correo postal en Navidad. La pelota nunca llegaba a su destinatario. Cuando de forma heroica alcanzábamos el otro campo y lográbamos tirar, el destino nos preparaba algo peor, pues la bola le llegaba a uno que llevaba el pelo como si hubiese metido los dedos en un enchufe y le hubiera recorrido por el cuerpo una sacudida de 220 voltios. Desgarbado como Florentino Fernández, la botaba, se iba para un lado, para otro, se la pasaba cuatro veces por debajo de las piernas y, al final, daba una asistencia mirando al tendido o terminaba la faena aprovechándose de sus 207 centímetros.

Pero lo mejor estaba por llegar. Cuando terminaban los partidos, salía del vestuario con una radio- casete descomunal -fácil, 25 kilos de peso- al hombro y con el volumen al máximo. Para completar el cuadro, un discreto peine como para embellecer a un perro San Bernardo metido en el pelo, quién sabe si por un olvido o simplemente por una estética que no alcanzábamos a entender. La vestimenta, digna del soplón negro de la serie Starsky y Hutch.

Años después le volvimos a ver muchas veces. Llevaba una camiseta amarilla con el 32. Siempre sonreía y, poco más o menos, hacía lo mismo, pero en la NBA. No recuerdo cómo lo presentaban en Manheim, pero sí cómo se le conoció mundialmente: Magic Johnson. Quién sabe si en esta edición hemos oído hablar por primera vez de alguien como él.

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