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Columna
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Las quejas del norte

En tiempos bíblicos tuvo que sufrir Jeremías y su pueblo la dominación egipcia, la invasión de los asirios y la cautividad de Babilonia. La Melodía de sus lamentaciones, con el texto en latín, todavía se puede escuchar el jueves, viernes y sábados santos en cualquier monasterio o convento donde se conserva el gregoriano. Tanto vigor y fuerza tienen esas quejas poéticas que jeremiada o jeremíaco han quedado como sinónimos de lamentación. Pero la prédica del profeta hebreo en el Israel de las Sagradas Escrituras tuvo escaso o poco eco entre nosotros los valencianos: somos tópicamente alegres y festivos, y también indiferentes semenfotistes en demasiadas ocasiones. La queja, la lamentación, la denuncia o la protesta no arraigaron demasiado por aquí. Y vaya usted a saber, vecino, el porqué, puesto que motivos no han faltado ni faltan. Sin ir más lejos, contadísimas ciudades europeas sufrieron tan largo purgatorio del tráfico como Castellón y Valencia: Valencia mientras fue el semáforo de Europa, y Castellón hasta que se construyó el desvío de la carretera N-340 que sacó los camiones de la ciudad. Mientras duraron, las lamentaciones masivas y colectivas fueron escasas, y las quejas y gemidos privados no alcanzaron, ni por asomo, el tono de Jeremías.

Dóciles y sumisos debemos de ser especialmente en Castellón. El Síndic de Greuges valenciano, Bernardo del Rosal, acaba de indicar que en la memoria del 2000 se presentaron 60 denuncias en Castellón, 447 en Valencia y 722 en Alicante. Por el número, pues, Castellón parece una balsa de aceite de paz y felicidad, de orden y concierto ciudadano. Claro que el defensor del pueblo aduce, para justificar la diferencia desproporcionada, el alto nivel de vida y la escasa conflictividad social en las comarcas norteñas valencianas, la distancia existente entre Castellón y la sede del Síndic de Greuges en Alicante, y el número menor de habitantes que tiene nuestra decimonónica provincia. Razones que no se sostienen.

El número de habitantes no justifica la abismal desproporción. El nivel de vida es aceptable, pero no están exentos los castellonenses de conflictos y problemas que afectan a ese mismo nivel de vida, como son los problemas medioambientales y urbanísticos, que el mismo Bernardo del Rosal viene a señalar. Aquí desaparece territorio sin que ello venga a suponer otra cosa que la carencia grave de infraestructuras básicas como los accesos al Puerto de la capital de La Plana, o como el agravio más que comparativo del pago de peaje si se quiere acudir a Valencia por una vía rápida. Respecto a la distancia, el argumento es trivial y podría volverse contra las mismísimas instituciones autonómicas valencianas, cuyas sedes, por otro lado, podrían estar mejor repartidas a lo largo y estrecho del País Valenciano. No estamos lejos, que estamos alejados porque nos falta una articulación real del territorio y sus habitantes. Algo se tendrá que hacer para que un castellonense sienta la inmediatez social de un alicantino. Si esa inmediatez social no existe, eso ya es suficiente motivo de lamentación.

Aunque no hay que perder la esperanza, y un día de estos a lo mejor llueven las denuncias desde Castellón porque se urbaniza la Albufera de Oropesa, aumenta la salinidad del agua dulce en la Marina Baixa, o se despilfarra dinero público en la TVV y no hay parné autonómico para los accesos al Puerto de Castellón. O porque arraiga entre nosotros el tono jeremíaco del profeta bíblico.

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