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La voz de su amo

Antón Costas

La pasión de los políticos por las televisiones y radios públicas entra dentro de lo patológico. Es una compulsión que no distingue colores ni grados. Hay en España casi tantas televisiones locales como municipios; aunque, más que públicas, se las podría llamar televisiones de alcalde. Esta pasión debería ser tratada como una desviación incurable de la conducta política. Es como la conducta de los ludópatas. Por mucho que un político en ejercicio del poder afirme y firme en algún momento que controlará su impulso compulsivo a mandar en las televisiones públicas, siempre llega el momento en que sucumbe a la tentación. Acaba pensando, como Oscar Wilde, que la única manera de vencerla es sucumbiendo a ella. Por eso, recordarle a Artur Mas el compromiso parlamentario del Gobierno de CiU de consensuar el nombramiento del responsable de la Corporación Catalana de Radio y Televisión es como recordarle a un ludópata su compromiso de no hacerlo.

Que es una compulsión patológica compartida por unos y otros lo muestra el debate en el Parlament del pasado jueves. Gobierno y oposición parecían encerrados con un solo juguete, discutiendo quién se queda con él o cómo usarlo de forma compartida. Nadie se planteó qué sentido tiene una televisión pública o, dado que existe, cómo financiarla y controlarla. Y ésa es realmente la cuestión de fondo. Porque, vamos a ver, ¿por qué tiene que haber televisiones y radios públicas? Si después del franquismo ningún político se atreve a defender periódicos públicos, ¿por qué, sin embargo, todos se parten los cuernos por tener radios y televisiones públicas financiadas con el dinero de todos? A esta pregunta, algunos responden que son necesarias para mantener el pluralismo político y social, para fomentar programas de calidad o dirigidos a determinados grupos sociales sensibles, o para preservar ciertos rasgos culturales de una sociedad, como la lengua.

El argumento de la pluralidad política es un deseo pío, pero no se sostiene en los hechos. Desde el punto de vista de la independencia política, la única televisión pública buena es la que no existe. Fíjense en que las públicas son las que tienen menor credibilidad en el terreno de la información y el debate político interno. Hasta los mismos candidatos, cuando llegan las elecciones, prefieren debatir en las privadas. No hay vuelta de hoja. Encuentro admirable el esfuerzo de los profesionales de los medios públicos para preservar su independencia informativa. Pero es un empeño abocado a la melancolía. Los medios públicos siempre serán la voz de su amo. Aquí y fuera, con este o cualquier otro gobierno, acaban siendo la voz del poder político de turno. Más que televisiones públicas, son gubernamentales. Naturalmente que en esto, como en todo, hay grados. Aquí no llegamos a la situación italiana, con Berlusconi mandando en las públicas y las privadas. Otra cosa es por qué nuestros políticos actúan de esta forma. Ocurre desde la aparición del telégrafo, en la segunda mitad del siglo XIX. Más que como un instrumento extraordinario de comunicación entre las gentes y de progreso económico, fue visto como un instrumento de control político. Por eso se protegió con el concepto de servicio público esencial y se reservó como monopolio para el poder político. El franquismo hizo lo mismo con la televisión. Y así, con pocas variaciones, hasta hoy.

Pero siempre nos queda el consuelo de pensar que la televisión pública es un medio para programar ciertos contenidos de calidad y de interés público, o dirigidos a colectivos sensibles (como los niños, las personas mayores, discapacitados u otros), o para desarrollar una labor cultural y educativa que las privadas pueden no tener interés en desarrollar por tener que cuidar su cuenta de explotación. Pero, si hay contenidos que conviene que los poderes públicos protejan y fomenten, que los hay, eso se puede hacer sin la necesidad de seguir financiando esos pozos sin fondo que son las televisiones públicas en su modelo actual. Basta con hacer lo que se hace con los colegios privados concertados, que si están dispuestos a desarrollar ciertas funciones de servicio público, se les financia para que lo hagan. O lo que hace el Gobierno inglés, que primero establece qué programas son de servicio público y después financia el coste de esos contenidos a las televisiones privadas que estén dispuestas a programarlos. Y controla -mediante un organismo público independiente- que esos contenidos pagados con el dinero de todos se cumplan. ¿Por qué no somos en esto pioneros en España y lo hacemos de esta forma? Dado que públicas haberlas haylas, y las continuará habiendo, ¿por qué no establecemos primero que contenidos son realmente de servicio público, los financiamos y controlamos, y que los demás se busquen la vida, como tienen que hacer las privadas?

Por último, estoy de acuerdo con el argumento de que la televisión pública puede ser un instrumento para fomentar la cultura. Por las noches o los fines de semana, después de minutos pasando de un mal programa a otro peor, acabo cogiendo un libro. ¿Qué mayor favor podría hacer la televisión pública a la cultura que estimular la lectura?

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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