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Columna
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Perversión

VÁSTAGO DE UN MATRIMONIO por interés, el adolescente Vladímir Petróvich Voldemar creyó descubrir el amor en el verano que cumplía los 16 años. Fue entonces cuando cayó cautivado por el encanto de una vecina, Zinaida Zasékina, de 21, una prodigiosa coqueta que trajo enseguida de cabeza a todos los jóvenes y menos jóvenes varones de la pequeña localidad estival de Neskúchnoe. Corría el verano de 1833, según el autor de esta historia, el novelista ruso Iván Turguéniev (1818-1883), que la publicó con el título de Primer amor (Acento), el que aparece en la que creo es su edición castellana más reciente. Pero de lo que trata este relato no es de la emoción incomparable de un adolescente al descubrirse enamorado por primera vez, sino, sobre todo, de algo más agridulce y desconcertante: la revelación del amor en sí, para cuya comprensión es imprescindible ese frustrante distanciamiento de contemplarlo desde fuera. Así, según avanza el relato, vemos transformarse la ingenuo efusión sentimental de Voldemar en el, para él, estupefaciente espectáculo del secreto y apasionado idilio que se teje entre su propio padre y su adorada Zinaida, un abismo vertiginoso.

Casi un siglo después de la publicación de Primer amor y a muchísimas leguas del lugar donde discurre, el escritor japonés Junichiro Tanizaki (1886-1965) publicó la novela La llave (Muchnik), en la que relata el último año de desfrenado amor de un escritor de 56 años por su muy bella esposa Ikuko, de 45, de cuya mezcla de intransigente pudor y espontánea sensualidad natural enloquecen al atribulado marido. Quizá porque secretamente intuyera que su fin se hallaba próximo y porque no soportara la idea de abandonar el mundo sin gozar hasta el fondo de la mujer con la que había compartido su existencia y a la que, con el paso de los años, deseaba con cada vez mayor ardor, el escritor decide escribir un diario en el que anota, sin limitaciones, todo lo que sexualmente siente por ella. Este diario, escrito con la falsa apariencia de un secreto guardado con llave, no sólo es leído por Ikuko, sino que la incita a redactar a ella simultáneamente otro con el mismo contenido e intención. De esta manera, ambos amantes dialogan sin hablarse hasta espolear sus deseos y fantasías íntimos, cuyo paroxismo, el que sólo cabe alcanzar mediante el erotismo matrimonial, donde no hay término medio, termina con la frágil salud del escritor, que muere en el éxtasis de amar a quien al serle descubierta el océano de sensualidad oculto, no puede ya corresponderle sino a través de otro. ¿Un amor perverso? ¿Pero acaso amar, sea cual sea la naturaleza del amor, no es salirse del camino para perderse en la inescrutable hondura de la vida hasta el fondo, la muerte?

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