Los vagos
Muchos adultos recordarán aquella Ley de Vagos y Maleantes, supongo que hace tiempo muerta, sustituida, quizás, por la de Peligrosidad Social, con esa manía de enmendarle la plana al pasado y de reemplazar los collares, al no poder hacerlo con los perros. Es viejo el aserto de que las dictaduras producen grandes cantidades de jurisprudencia, con el instintivo afán de justificar el origen espurio. Y de meter en el mismo saco definitorio calidades heterogéneas, como aquel Tribunal contra el Bandidaje, la Masonería y el Comunismo. Mucho me temo que ya no queden vagos y protesto de que se les haya metido en el mismo saco que a los delincuentes.
Disfrutamos de atracadores, drogatas con el mono puesto, niñatos que exprimen a papá, para circular por las calles montados en un ruido insoportable; macarras, que siempre existieron y pronto les veremos manifestarse por nuestras calles, exigiendo que sea reconocida su difícil actividad, el acceso a la S. S. y un generoso plan de pensiones.
Y la figura de los camellos, los yonquis, víctimas y verdugos de sí mismos. Es relativamente reciente el innovador sistema del alunizaje rompiendo a martillazos la vidriera de las joyerías en horas comerciales, las mafias que han venido a instalarse en el hospitalario refugio de nuestro patio de Monipodio.
Hay que deslindar de ese reprobable universo al genuino vago. Según el diccionario, es el que anda de una parte a otra, sin detenerse en lugar alguno. A veces pienso que se incrustan en esos maratones que bloquean las vías dominicales de Madrid, donde encuentran satisfacción y entrenamiento gimnástico. Aparte de mitigar el ansia ciudadana de corretear por las avenidas y de justificar gratificaciones a los municipales de la capital española, a los que cabría denominar como la más disimulada de las policías secretas del mundo. No se la ve por ninguna parte.
El vago se diferencia nítidamente del parado, que se ancla en el Fondo de Garantía Salarial, en el Instituto Nacional de Empleo y en los antedespachos sindicalistas. El vago, por méritos propios, fue sujeto importante en la vida social de antaño. Era el mirón que se detenía largo rato para contemplar las obras callejeras, esas que siguen destripando Madrid, ampliando la traducción del francés voyeur, fisgador de la ajena intimidad. Nuestro mirón podía permanecer media hora, una, dos horas ensimismado en el ajeno laborar sin dar muestras de fatiga. ¿Quién ve ahora a un individuo embelesado con el espectáculo de otros hombres agarrados al tableteo de la perforadora o al volante del bulldozer? Fueron los vagos, en su más noble y ocioso sentido.
No le menospreciemos. Nada menos que Unamuno le definió como el fiscal del que trabaja. Recuerdo un artículo del gran Julio Camba que relataba lo que escuchó del propio don Miguel referido a un vago muy popular en Salamanca, a quien estimaban todos los tenderos de la plaza Mayor, porque controlaba y valoraba los escaparates en prolongados silencios; su actitud era seguida por la ciudadanía con interés y con respeto.
Hoy, el Ayuntamiento y empresas concesionarias suelen vallar los espacios que acomete la veleidosa piqueta, y quizá sea ése uno de los motivos de la desaparición del vago urbano. No podría exigírsele que se encaramara a esas empalizadas que suelen ser soporte publicitario rentable, aunque no se sepa bien para quién. Al vago le interesaba el gran socavón, la perspectiva amplia, los trabajadores que, al tocar la campana de las doce, suspendían la tarea para despachar la sustanciosa tartera con el almuerzo que poco antes había llevado a la obra su hija o su esposa. Era un espectáculo de color y exponente de la castiza cocina casera, realizado a la vista de un público discreto y distante, del que formaba parte el madrileño gandul. Alguna vez he pensado que las primeras crónicas inéditas de gastronomía podían haber sido redactadas por aquellos paisanos que pasaban las horas apacibles observando cómo los demás las perdían trabajando como mulos. En aquellos tiempos, salvo para manteles muy cualificados, la ceremonia de comer era algo muy privado. El vago no perdía comba. Cuando sea mayor, quiero ser vago de plantilla.
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