Misses en Algeciras
Con el argumento de dar a conocer nuestra ciudad al resto del Estado español, nuestros dirigentes han considerado oportuno dar cobijo al concurso de belleza femenina conocido como Miss España. Sería discutible si, entre las prioridades demandadas por los ciudadanos, está la de promocionar la imagen de la localidad, máxime teniendo en cuenta que cuando hubo que elegir entre desarrollo turístico o industrial se optó irreversiblemente por lo segundo, a pesar de contar con las mejores condiciones para haber sido una potencia en el primero. ¿En qué lugar del mundo existe un entorno tan paradisíaco como era el de la Bahía de Algeciras, hace cuarenta años? Pero al margen del mayor o menor acierto que suponga el gastarse los dineros públicos en la difusión publicitaria de nuestros hipotéticos encantos, el motivo de mi reflexión es el certamen en sí mismo.
Resulta cuando menos paradójico que apenas una semana después de la celebración del Día de la Mujer que, se supone, sirve para sensibilizar a la sociedad de la existencia real de discriminación en función del sexo, tanto en el ámbito laboral como en el social e incluso en el político, asistamos impasibles a un acto que supone la quintaesencia de la degradación de la mujer: su uso como objeto.
Por muchas florituras verbales que se empleen para definir el concurso, del tipo de 'exaltación de la belleza y valores de la mujer española', el certamen se puede definir también de esta otra forma mucho más cruda y chirriante pero no por ello menos exacta: 'exhibición competitiva de hembras adultas, jóvenes y sanas de la especie humana'.
Muchos dirán que esto es una barbaridad ya que la belleza del cuerpo es sólo uno de los aspectos que se valora en las señoritas concursantes, que es muy importante su inteligencia, su saber estar, su simpatía y su cultura. Y yo digo que vayan a otro con esa milonga. En un concurso de belleza lo que se valora es precisamente eso, la belleza, se busca al ejemplar más perfecto, al que más se adecua a los cánones estéticos imperantes en ese momento, si se tiene el 90-60-90 y una bonita cara capaz de sonreír ante lo que no entiende, lo demás es secundario. Aunque el poseer un buen cerebro no es incompatible con poseer un cuerpo hermoso, sí parece congruente que lo sea con someterse al trato vejatorio que, en sentido ético, lleva aparejado la participación en tan singular oposición.
De todas formas, si alguien de entre los que forman este anacrónico circo de las misses merece ser disculpado es el grupo de chicas que le da sentido. La tan tentadora como improbable promesa de fastos y oropeles, de fama sin esfuerzo, de paradisíacos escenarios, nubla sus jóvenes entendimientos y no deja que aprecien la manipulación a que son sometidas. Ellas ignoran que la única diferencia que existe entre sus preciosos desfiles y los de una exposición canina o un concurso de ganado vacuno es que no llevan el collar y la cadena que es preceptiva para perros y vacas; el jurado que escruta las posibles imperfecciones y el público que aplaude el garbo y prestancia de los ejemplares son equiparables. No es necesario ser muy feminista para sentir lo denigrante del papel que desempeñan estas jovencitas, la inhumana ley del éxito social y del triunfo público les hace pagar un alto precio, el de su propia dignidad.
Resulta curioso que no sean algunas de las organizaciones progresistas que hacen de la reivindicación de los derechos de la mujer una de sus principales banderas, las que rechacen públicamente el descrédito que para sus aspiraciones supone Miss España. Puede que piensen que los asuntos relativos al 'show-business' no entren en su campo de acción o que sean solidarias con ese viejo aserto que dice: 'No muerdas nunca la mano de quien te da de comer'.
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