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Columna
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La liberalización como dogma

Jesús Mota

Las cumbres económicas suelen tener un santo y seña, y el de la cumbre de Barcelona ha sido la liberalización energética. También se ha utilizado el término de mercado europeo de la energía, porque, aunque las etiquetas no signifiquen lo mismo, nadie exige demasiada precisión a los lemas de tan magnas reuniones. La obsesión por la liberalización de la energía proviene, no podía ser menos, del presidente de turno de la Unión Europea, José María Aznar. Al margen del mensaje contra el terrorismo emitido por el presidente del Gobierno español, las reformas de los mercados -el eléctrico entre ellos- se han convertido en esa idea fetiche que todo gobernante necesita para suponer que dispone de una estrategia de estadista y un mensaje que seguirán todas las naciones.

Lo más probable es que no se consiga organizar a tiempo la promesa de que todos los consumidores españoles elijan suministrador en 2003

La obsesión tiene, cree el Gobierno español, fundamentos muy sólidos. Aznar y sus ministros están muy preocupados por el hecho de que Francia tenga cerrado su mercado eléctrico, con una empresa en régimen de monopolio (Electricité de France, EdF) y tupidas barreras legales para impedir la participación de empresas extranjeras en su capital, mientras que en España el mercado es abierto y transparente. O más abierto y más transparente. Así que la presidencia española parecía empeñada en utilizar todo el poder de la presidencia europea en impulsar la apertura de los mercados eléctricos de los países más renuentes a la liberalización.

El impulso liberalizador del Gobierno español se ha resuelto con un fracaso. Ni Francia ni Alemania aceptan las lecciones de liberalización de Aznar, con Blair al lado o sin él. Para consumo interno, sin embargo, lo menos relevante es el resultado de la cumbre, sino los resultados de la liberalización en el mercado español. El balance de lo realizado hasta el momento no es tan brillante como para dar lecciones fuera; y resulta que en el futuro seguirá siendo igual de gris.

Endesa, Iberdrola y Unión Fenosa siguen controlando en conjunto la misma cuota de mercado que antes de la supuesta liberalización; y cada una de ellas mantiene además su cuota de mercado particular. De los precios sólo cabe repetir lo que ya se ha dicho: han bajado, sí, pero en menor proporción de lo que era posible por la mera aplicación de la reducción de costes financieros de las empresas provocada por el descenso de los tipos de interés. El mercado español sigue siendo un coto cerrado de las tres grandes mencionadas, porque no está conectado con Europa a través de Francia y, por lo tanto, no es posible recurrir a electricidad extranjera para competir o para corregir fallos de suministro.

El decreto de julio de 2000 estableció apresuradamente que el siguiente paso en la liberalización consistiría en convertir en clientes elegibles a todos los usuarios españoles. Desde la perspectiva de marzo de 2002, fue un brindis al sol, tan inoperante y vacía como la supuesta liberalización anterior del mercado. Porque faltan nueve meses para que tan trascendental liberación se ponga en marcha y ni la Administración todavía ha movido un papel ni las empresas se han mostrado especialmente activas en diseñar el nuevo mercado.

Como referencia, téngase en cuenta que en la fase anterior de liberalización, en la que se trataba de pasar de unos 9.000 clientes elegibles a casi 60.000, se tardó más de año y medio en desarrollar las normas técnicas de homologación y medición de la electricidad que resultan necesarias para organizar el mercado. En la próxima fase se trata de organizar el mercado para varios millones de usuarios; resulta, pues, más que dudoso que se consiga resolver a tiempo los problemas logísticos; y eso en el supuesto de que se pretenda una liberalización auténtica en la que los consumidores puedan elegir a sus suministradores y se inicie una competencia entre las empresas para captar clientes.

Con el ejemplo de la apertura del mercado español, poco edificante si se examina lo que se ha hecho y no lo que se ha dicho, la línea de conducta más razonable consiste en dejar que cada mercado nacional decida su propio ritmo de liberalización, sin arbitrismos previos. No parece que a los consumidores eurospeos les importe gran cosa de dónde provienen los kilovatios si los consiguen a buen precio. El dogmatismo de la liberalización, como el del déficit cero, corre el riesgo de convertirse en un motivo más para irritar a los ciudadanos.

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