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Reportaje:

Cielo de 'catxerulos'

Con el vuelo de cometas del domingo de Pascua los valencianos estrenan la primavera desde la baja Edad Media

Con el estallido de las flores, retorna la vida. Es la resurrección de la naturaleza. Es la Pasqua Florida o Pasqua de Flors, que supone el estreno de la primavera, su inauguración oficial. En el País Valenciano se celebra con madrugadoras procesiones del Encontre que suponen una vuelta a la carnalidad y facilitan el galanteo entre los jóvenes y, fundamentalmente, con aplecs o salidas rituales a concretos y determinados lugares mágicos, ermitas, bosques, fuentes y eras, como un acto de adoración a una naturaleza resucitada y pletórica. En estos sitios, maravillosos, se despliega el culto al huevo, contenedor y generador de vida, como un estímulo de la fertilidad. Huevos decorados con fetichistas policromías, pintados de rojo como ya los vio Tito Livio, de lujurioso chocolate o incorporados a la mona, cuyo origen hay que buscarlo en las munda, obsequiadas por los romanos a Ceres, la diosa de los cereales; y, la mona de sagrado y dulce pan de trigo se comía en las eras, donde se trillaban los granos y cuando las gramíneas empiezan a florecer.

Unido a la Pascua, a la excursión y a la merienda campestre reaparece hoy el rito de volar cometas, de empinar el catxerulo, una multisecular e intensa pasión valenciana, documentada desde la baja Edad Media. Sin embargo, se cree que proviene de China y que su antigüedad se remonta a unos 25 siglos. El mito griego de Ícaro recoge materiales y técnicas propios de los cachirulos -igual que el siglo XVIII el famoso pardalot de Alcoy- y Arquímedes ya escribió sobre el equilibrio de los cuerpos flotantes. En el siglo II el romano Gellius describió el remonte de una cometa. Marco Polo en el siglo XIII describió sus técnicas de vuelo y en el XV Leonardo da Vinci estudió sus posibilidades; Newton, Franklin y Baden-Powel con sus experimentos aportaron avances a la aeronáutica. Por su parte, los virtuosos valencianos ejercían con tanto ardor, incluso sobre tejados y terrazas, que a menudo se precipitaban al vacío; de hecho, el corregidor botifler de Valencia prohibió en 1737 que 'ninguna persona no buele ni permita bolar en sus torres, texados ni terrados milochas bajo pena de quince días de carzel y tres libras'. En 1823 el jefe político de la provincia tampoco dejaba elevar cometas dado que 'pueden comunicarse por este estilo avisos al enemigo'. Sin embargo antes de estas represiones borbónicas, el dietarista Joan Porcar llegó a ver en el reseco 1606 una prodigiosa milotxa ornada con las cuatro barras y la imagen de san Vicente Ferrer que, al caer al agua del Turia, 'nuestro gran patrono quiso mojarse para que el cielo fuera servido de enviar el agua'.

Ésta era, sin duda, una de las funciones de empinar el catxerulo, invitar e incitar a las nubes a descargar agua en un momento en que de cara a las cosechas 'cada gota vale por mil'. El hecho de navegar por los aires, función y medio intrínsecamente unidos a la divinidad los cargó de religiosidad y les hizo simbolizar la ascensión espiritual y también a la Gran Madre por su forma de polígono hexagonal. Sus movimientos permitieron escrutar el futuro, ahuyentar los malos espíritus desatados durante la Semana Santa y purificar los aires, igual que las al.leluies de papel de colores, que con tanta profusión se han lanzado este amanecer en Elche, Alcoy o Sueca. Su aparición en este momento tenía la función de invocar los elementos y favorecer el crecimiento de la vegetación, como el milenario y litúrgico columpiarse o el mágico saltar que ayudaría a germinar las simientes, danzas sobre la era para favorecer las cosechas o el rotgle de la mola y los bailes y juegos en círculo -la gallina ciega, pilarets- para imprecar al sol... costumbres todas de nuestras meriendas pascueras nacidas de los antiguos ritos con que el Mediterráneo clásico festejaba la fecundidad, el nacimiento de la Primavera, el renacimiento de la natura y de la vida.

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