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Columna
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Exposición

EN MEDIO DEL FRAGOR polémico acerca del traslado de obras de arte de los museos, ha resultado muy oportuna la edición castellana del último libro del gran historiador del arte británico Francis Haskell (1928-2000), titulado El museo efímero. Los maestros antiguos y el auge de las exposiciones artísticas (Crítica), en el que se hace una historia selectiva de cómo surgieron y se han desarrollado hasta la actualidad las exposiciones artísticas temporales. Aunque se pueden rastrear precedentes en etapas anteriores, el fenómeno de exhibir las obras de arte en público pertenece a nuestra revolucionaria época contemporánea, que, imbuida de ideales democráticos, es la que instituye la difusión pública del arte.

En este sentido, aunque se puede afirmar que hubo colecciones desde que el arte comenzó su existencia histórica, éstas nunca antes, o, muy episódicamente, fueron del dominio público, y, en cualquier caso, casi nunca lo fueron como un bien de interés cultural para la sociedad. En este sentido, los museos y las exposiciones temporales de arte han estado, durante nuestra época, igualmente marcados por el patrón de su proyección pública, o, lo que es lo mismo, por su publicidad.

Aunque el mencionado libro de Haskell limita su contenido a las exposiciones públicas de maestros antiguos, tan sólo un aspecto del múltiple y proteico exhibicionismo artístico contemporáneo, hay en él muchos datos y consideraciones apasionantes acerca de lo que ha sido y significado este comportamiento cultural característico de nuestra sociedad. Además de su acreditado rigor científico y su vastísima erudición, se agradece el talante ponderado de Haskell al tratar un tema que admite todo menos lo que desgraciadamente es hoy más habitual: su simplificación y la exaltada retórica que conlleva.

Exhibir arte en y para el público, como se hace actualmente, tiene ventajas e inconvenientes diversos, que es preciso afrontar, pero huyendo, sobre todo, de los estériles y reductores maximalismos, cuyas necias peticiones de principio son, por imponderables, totalmente inútiles. Pero hay algo que se está produciendo desde que la difusión pública del arte se ha convertido en una industria cultural de masas, que amenaza el sentido y la supervivencia, no ya de los museos o de las exposiciones temporales, sino del propio arte en sí: que su única identidad discernible sea la de su rentable exhibicionismo público.

Un arte así tratado, como mera mercancía espectacular, pierde su razón de ser y, por tanto, su específico interés público, igualándose de esta manera a cualquier otro cachivache de ese universal e indiscriminado bazar que constituye nuestro peculiar paraíso de insaciables consumidores de lo mismo. El único viaje sin retorno al que se expone hoy el arte es, por tanto, el que le lleva directamente a la tierra de nadie de lo venal y lo banal.

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