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Después de Barcelona, ¿qué?

Se lo puedo prometer. Hace tiempo que estaba esperando tener una ocasión para hablar bien del Gobierno, o por lo menos para no criticarle. Pensé que iba a tener ocasión para ello con motivo de la cumbre de Barcelona, pero ni por esas.

Me explico; el mecanismo de la Unión Europea por el que cada semestre es un país el que asume la presidencia del Consejo Europeo es un mecanismo trasnochado, al que por cierto ya se está buscando un recambio porque la realidad es que no funciona. El que cada seis meses tengan que cambiar todos los presidentes de todas las comisiones, de todas las reuniones, parece un mecanismo concebido por esos que quieren hacernos creer que un camello es un caballo diseñado en Bruselas, pero desde el punto de vista organizativo, el sistema no tiene ni pies ni cabeza y los defectos son evidentes ya que son pocas cosas -en realidad ninguna- las que pueden iniciarse y concluir en tan sólo seis meses.

Pero, claro, en el espectáculo en el que algunos quieren convertir la vida política, la presidencia semestral de la Unión Europea es una ocasión de los gobiernos para sacar pecho y transmitir a los ciudadanos que todos los líderes europeos bailan al son que les toca el presidente de turno. Si a ello añadimos que se celebra una cumbre -y en ocasiones dos- en el país que ostenta la presidencia, la política de imagen, en la que algunos gobiernos pueden tener la tentación de caer, es inmensa.

Pero, si se desciende a los detalles concretos, la importancia de las presidencias semestrales, o la transcendencia de cuanto se decide en los Consejos Europeos, entre jefes de Estado y de Gobierno es, por decirlo suavemente, muy relativa en la mayor parte de las ocasiones, por lo que no estaba dispuesto a pedir grandes logros ni a la presidencia española ni a la Cumbre de Barcelona.

Naturalmente, en algunos de los Consejos Europeos se adoptan decisiones que tienen más transcendencia que en otros, pero me atrevería a decir que ello ocurre cuando toca, y que el papel del jefe de Gobierno que ocupa la presidencia es siempre relativo en la consecución de los logros.

Todas estas consideraciones me inclinaban a sentirme condescendiente con lo que ocurriría en la Cumbre de Barcelona. Estaba dispuesto a justificar que no se consiguieran avances significativos porque en algunas materias existían dificultades particularmente insalvables, y porque además tocaba ahora concretar temas que se habían anunciado en la Cumbre de Lisboa y que, tras varios fracasos, no se habían traducido en compromisos concretos. Por cierto que eso es algo que con frecuencia ocurre en la política europea, que los Gobiernos se ponen de acuerdo rápidamente a la hora de formular principios, pero al descender a los detalles se hace realidad el dicho inglés según el cual el diablo reside en los detalles. Y así se aprobó en Lisboa un proceso de liberalización, que todos consideraban necesario, pero a la hora de la verdad cada uno entendía a su manera. Es cierto que no esperaba que Aznar supiera salir de tan complicado dilema, pero no es menos cierto que el personaje no acostumbra a ponerlo fácil, y por ejemplo en pleno proceso negociador se dedicó a reñir a los gobiernos socialistas de Portugal y Francia, como autores del retraso en la liberalización. Siempre haciendo amigos. Aún así, estaba dispuesto a reconocer las dificultades que nuestro Gobierno tenía ante sí.

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Pero, qué le vamos a hacer, mis propósitos fueron olvidados cuando me di cuenta -incauto de mí- que el Gobierno y su presidente habían montado la Cumbre de Barcelona como un espectáculo a mayor gloria del señor Aznar -y por ende de todo el PP- y que iban a presentar los resultados que se obtuvieran como el reconocimiento europeo al liderazgo mundial de Aznar. Y naturalmente mis intenciones quedaron para mejor ocasión. Por si fuera poco, en cuanto empezó la reunión, la TVE y de las JONS vino a hacer que me olvidara de mis buenas intenciones, ó si se quiere, que me diera cuenta de mi ingenuidad, cuando se anunció en los telediarios como un éxito de la presidencia española el acuerdo de federación entre Serbia y Montenegro, con el imperdonable olvido de que ese acuerdo había sido alcanzado por el responsable de política exterior y seguridad, Javier Solana, y sin ninguna intervención ni de Aznar, ni de Piqué.

El segundo aldabonazo lo constituyó el incidente en el programa televisivo y la sustitución de Javier Solana por el soso Pío Cabanillas, del que me resisto a contar una sabrosa anécdota que pone de manifiesto su talla moral para evitar que las feministas terminen haciéndole objeto de sus ataques.

Y finalmente, la lectura triunfalista de los resultados de la cumbre -modestos por lo previsibles- constituyen la más evidente manifestación de la política de autobombo, que no por habitual resulta menos indignante. Desde el redicho Piqué, diciendo que se habían conseguido el cien por cien de los objetivos, hasta el último responsable se dedicaron a derramar incienso al paso de Aznar de forma tan aduladora que terminó por producir náuseas.

En definitiva, que el Gobierno no se merece que se hable bien de los resultados de la Cumbre de Barcelona, por muy comprensivo que uno quiera mostrarse. Voy a pasar por alto otros apartados que pueden interpretarse como fracasos (el banco euromediterráneo sin ir más lejos) para centrarme en aquello que el Gobierno quiere apuntarse, porque si de algo le gusta presumir (que presume de todo) es de convertirse en el campeón de la liberalización, y es en la liberalización del sector eléctrico, en la que no podemos sentirnos orgullosos de lo acordado en Barcelona. Al fin y a la postre, ha venido a imponerse el detestable modelo español, es decir, el de la liberalización sin competencia, con la existencia de oligopolios que actúan en posición dominante (véanse los apagones), y con la imposibilidad de que los consumidores, es decir los hogares, cada uno de nosotros, puedan elegir suministrador de energía eléctrica, cosa que sí pueden hacer las empresas y los grandes consumidores. Y no se quiera escudar que esa era la postura francesa (por cierto tanto de Jospin como de Chirac) porque ese es el modelo español, y contra él acabamos de votar (excepto los franceses) los socialistas en el Parlamento Europeo.

En fin, que el Gobierno a fuerza de querer sacar luces de su gestión, termina proyectando sombras cada vez mayores, y convendría que limitara su propensión al autobombo para ser tomado en serio. Ese autobombo tan habitual también estuvo presente en el discurso de Aznar en el Parlamento Europeo el día 20 de este mes sobre la Cumbre de Barcelona, aunque, realista de sus facultades. terminó con un '¡vaya coñazo les he soltado!'. Y bien, al final, reaparecen mis buenas intenciones y me muestro al ciento por ciento de acuerdo con el señor Aznar: ¡menudo coñazo soltó!

Luis Berenguer es eurodiputado socialista.

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