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Inestabilidad en América Latina

El director de la CIA, George Tenet, manifestó en su comparecencia ante la Comisión de Inteligencia del Senado, el pasado 6 de febrero, su preocupación por la creciente volatilidad en América Latina, y en especial en Argentina, Venezuela y Colombia. Quince días después de la intervención del señor Tenet, en Colombia ya había comenzado una guerra abierta, con la entrada del Ejército en la zona de despeje, la zona que ha permanecido desmilitarizada durante tres años para hacer posibles las negociaciones de paz en San Vicente del Caguán.

Tras el 11 de septiembre, esto era algo que se veía crecientemente como posible desde la perspectiva de Washington: mientras hace algo más de un año el Plan Colombia sólo contemplaba el apoyo militar contra los narcotraficantes, ahora la protección que la guerrilla les otorga, más el carácter terrorista de sus propias actividades, justificarían sobradamente el empleo de medios y asesores norteamericanos en la ofensiva contra ella.

Pero también era algo que los colombianos se planteaban cada vez más como inevitable. Las FARC, y en menor medida el ELN, mantienen desde hace años una postura claramente contradictoria: a la vez que proclaman su voluntad negociadora para alcanzar la paz, no cesan en el uso del secuestro como fuente de financiación -sin por ello prescindir de sus ingresos del narcotráfico-, en sus ataques armados contra poblaciones rurales y en el empleo de coches bomba en los centros urbanos. Desde el último acuerdo de prorrogar hasta el 7 de abril la zona desmilitarizada para negociar la paz, la actividad violenta de las FARC se había hecho más intensa, quizá para reforzar su posición negociadora.

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No era algo que pudieran entender los ciudadanos comunes. El 30 de enero se publicó una encuesta en la que el candidato presidencial del Partido Liberal, Horacio Serpa, quedaba 9 puntos por debajo (30%) respecto a Álvaro Uribe (39%), un disidente del mismo partido al que se identifica con posiciones de dureza frente a las FARC. La encuesta era reveladora de la frustración de los colombianos ante la falta de resultados del proceso de paz, y parecía sugerir que una mayoría de ellos prefería ya un final terrible a un terror sin fin, a la manera de la burguesía francesa según Marx.

Esa preferencia probablemente ha condicionado la estrategia de todos los candidatos, y del propio presidente Pastrana, en un sentido de mayor exigencia frente a la guerrilla. Cuando las FARC secuestraron un avión para tomar como rehén al senador Jorge Gechen Turbay, presidente de la Comisión de Paz del Senado colombiano, traspasaron los límites de lo soportable por Pastrana, que el mismo 20 de febrero anunció el final del proceso de paz. Así terminaba también el optimismo de quienes habían esperado que la sangrienta ofensiva de las FARC fuera sólo el preámbulo de un acuerdo de alto el fuego en el último minuto, con el que el presidente Pastrana habría salvado la cara y alejado el riesgo de guerra abierta.

El final del proceso de paz no ha cambiado la tendencia de los electores: una encuesta que se realizó en los días siguientes a la entrada del Ejército en la zona de despeje otorgaba a Uribe una ventaja casi decisiva, con una intención de voto superior al 59%. Tras las elecciones del 10 de marzo, para el Senado y la Cámara, el candidato conservador, Juan Camilo Restrepo, se ha visto presionado para abandonar la carrera presidencial a favor de Álvaro Uribe. Pero, con una abstención mayor que en las anteriores elecciones legislativas (58%, tres puntos más que hace cuatro años), el liberalismo oficial de Horacio Serpa ha mantenido sus resultados, y un millón doscientos mil electores han votado a candidatos independientes, que en buena medida pueden decantarse por él (o frente a Uribe).

Con la guerra tampoco cambiará mucho la situación social en Colombia. A comienzos de febrero se hicieron públicos los resultados (oficiales) de una encuesta de hogares según la cual casi el 70% de los colombianos viven por debajo de la línea de pobreza, y un 20%, en condiciones de miseria. Si a esto se suman tanto la violencia política como la delincuencia común, se diría que las condiciones sociales para una convivencia democrática estaban ya suficientemente socavadas. Y para los ciudadanos de a pie, los que soportan la pobreza y esas dos formas de violencia, ni la guerra ni el nombre del próximo presidente van a suponer grandes cambios a corto plazo.

En Venezuela, en cambio, está en juego la estabilidad inmediata del Gobierno. La aparición en los medios del coronel Pedro Soto, el día 7 de febrero, pidiendo la sustitución de Chávez por un gobernante civil dio forma al fantasma que más puede temer un gobernante con experiencia como golpista -la posible división de las Fuerzas Armadas- e inició, además, un rosario de manifestaciones similares. Pero desde el paro del día 10 de diciembre, y la marcha masiva de la oposición del 23 de enero, el presidente se encontraba ya a la defensiva, agotada la magia populista que le ha permitido gobernar durante tres años sin llevar a cabo ninguna reforma sustancial para la mejora económica y social de los venezolanos.

Ciertamente, su popularidad no ha desaparecido, y en diciembre se hablaba todavía de un respaldo social a Chávez cercano al 46%-47%. Pero desde entonces puede haber perdido quizá otros diez puntos, a la vez que un 60% de la población aprobaría la idea de un referéndum para decidir sobre la posible salida del presidente. Mientras Chávez cometía todos los errores del manual del gobernante autoritario -enfrentamiento con la Iglesia, acoso violento a los medios de comunicación críticos, descalificación sistemática de sus adversarios-, la economía se venía abajo: desde enero pueden haber salido de Venezuela dos mil millones de dólares, ante el clima de incertidumbre política, el alto déficit fiscal (nueve mil millones) y la caída de un 22% de los ingresos del petróleo.

La polarización de la opinión pública y los reflejos autoritarios de Chávez no sugieren una solución fácil. El peor síntoma puede ser la salida del Gobierno de Luis Miquilena, el veterano político de 83 años y principal operador político de Chávez, un hombre capaz de medir el límite más allá del cual no se puede llevar una política de confrontación, y su sustitución en el Ministerio del Interior por Ramón Rodríguez Chacín, un capitán compañero de Chávez en la aventura golpista de 1992, aparentemente muy poco dotado para la política.

El ascenso de Chávez fue el triunfo de una demagogia que presentaba a los partidos políticos -y no sólo a los gobernantes- como culpables de los males del país. Durante casi tres años, Chávez ha podido ofrecer a los frustrados ciudadanos el espectáculo del desmantelamiento de esa clase política y de sus instituciones, y además durante el año pasado ha contado con los mayores ingresos del petróleo para paliar la desastrosa situación social del país. Pero todo eso parece haberse acabado ante la falta de resultados económicos y el hastío de las clases medias y los grupos empresariales. El anuncio del ajuste presupuestario, y la devaluación del bolívar, han dejado al presidente finalmente sin argumentos.

La paradoja es que, huido Fujimori y en plena crisis el liderazgo de Chávez, es muy posible, sin embargo, que los actuales desastres de Argentina alienten un nuevo ciclo de populismo antipartidista a partir de las elecciones convocadas por Duhalde para septiembre de 2003. Si hay algo más volátil que las inversiones en América Latina son los sistemas de partidos de los países en grave crisis económica: cuando el Gobierno no consigue ofrecer resultados positivos a los ciudadanos, y la oposición no merece confianza por la memoria reciente de su propia gestión, los electores pueden llegar a la conclusión de que todos los políticos son igualmente incapaces y ladrones, y buscan alternativas fuera de la clase política. Duhalde ya ha lanzado una propuesta para reducir los costes de la política en Argentina, y, más allá de la obvia exigencia de austeridad, es evidente su contenido simbólico de castigo colectivo a esa clase política a la que los argentinos rechazan y desprecian.

Los partidos son las instituciones políticas más golpeadas por el cambio en las reglas de juego que en América Latina trajo la crisis de la deuda. Aunque los partidos estén atravesando un momento de crisis y adaptación también en los países desarrollados, su situación es mucho más grave en países donde las prácticas clientelares eran uno de los mecanismos básicos de movilización y legitimación, pero ahora los recursos públicos son demasiado escasos para tal uso. Los drásticos retrocesos de la economía bajo choques externos y la crisis del clientelismo hacen más evidentes las prácticas de corrupción y mal gobierno, y todo se suma para quitar credibilidad a la política y a los políticos.

Es evidente que en muchos países hace falta una renovación de los partidos políticos, con la llegada de políticos más jóvenes y preparados, capaces no sólo de gobernar mejor, sino de conectar con las demandas de una sociedad desgarrada pero modernizada por los cambios de las dos últimas décadas. Pero para que se lleve a cabo ese proceso de cambio de los partidos hace falta que los ciudadanos se convenzan de que no cabe esperar milagros de salvadores excéntricos, sin más mérito que el de ser ajenos a la política tradicional. Tras el desastroso final del Gobierno de la Alianza en Argentina, sin embargo, ese convencimiento se aleja de nuevo, y trabajar por crearlo parece cada vez más la tarea de Sísifo.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la Unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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