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UN MUNDO FELIZ
Columna
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El malentendido

En un mundo en el que las palabras significan lo contrario de lo que pensamos puede ocurrir cualquier cosa. Cuando el blanco es negro y el azul es rojo, cuando flexibilidad equivale a despido y movilidad a exilio laboral, cuando civismo se entiende como sumisión dócil y militarismo como seguridad, cuando centralismo se presenta como autonomismo, el individualismo como solidaridad, el nacionalismo empresarial como globalización y las patrias son marcas comerciales... cuando todo eso pasa, lo más lógico es que abrir signifique cerrar, lo verdadero sea lo falso, la razón se confunda con la fe, lo antiguo parezca moderno, la complacencia suplante a la crítica, la creatividad sea censura, el orden sea dictadura y tolerancia equivalga a intolerancia.

No se trata de aquel antiguo juego de los disparates (aquí me han preguntado... aquí me han contestado) al que jugaban los niños cuando no había televisión ni vídeo, ni es tampoco el viejo truco de dictadores antediluvianos. No es un intento creativo de romper las reglas. Aunque tenga no pocos componentes de analfabetismo, el fenómeno responde a un claro afán de poder. Apropiarse del significado de las palabras es también una forma de diseñar el mundo. En la cultura de masas, que es la que nos rodea, el cambio de significado de las palabras es un proceso directo al malentendido y a la aniquilación definitiva de la comunicación. Cuando el lenguaje llega al punto de no ser creíble, la consecuencia primera es el estupor, después el guirigay. Por último, mientras retumba el discurso único y las palabras ya no significan nada o son lo contrario de lo que fueron, todo lo demás es silencio.

Hoy, por ejemplo, empieza a ser un lugar común que un progresista sea alguien, como mínimo, del Partido Popular, del que el nacionalista Manuel Fraga configura una estelar ala izquierda. No es un caso excepcional: acabamos de enterarnos de que los conservadores portugueses que han ganado las elecciones se llaman a sí mismos socialdemócratas; igual les han votado por eso. Y el autócrata Berlusconi, que confundió a su partido, Forza Italia, con un equipo de fútbol, ahora se define como de centro izquierda; muchos le creerán.

Hay otros ejemplos que aún nos dejan atónitos -a algunos, al menos- pero que el paso del tiempo puede perfectamente consolidar: ¿hasta que la derecha se convierta en izquierda y viceversa? El lenguaje político, por supuesto, lidera este ya rápido proceso sobre el que penden excitantes incógnitas: ¿por qué la derecha pretende ser izquierda y no sucede lo contrario? ¿Es vocación de controlarlo todo -y de ser a la vez derecha e izquierda, como quizá son los dioses- o se trata de una pura cuestión de prestigio? ¿Estamos ante una derecha vergonzante, simplemente inculta, o directamente artera?

Algo tiene la palabra derecha que no gusta a casi nadie, en especial a los que lo son. Y la expresión reaccionario, que se aplica a lo que se opone a las innovaciones, se ha convertido en un insulto que, esta semana, ha utilizado nada menos que el presidente del Gobierno de España. Así calificó Aznar a los centenares de miles de ciudadanos que se manifestaron en Barcelona con la ingenua intención -como punto común- de subrayar que el mundo puede ser de otra manera y la realidad es plural. ¿Es que se ha abolido el derecho a expresar discrepancias en la forma de organizar la convivencia? Quizá estamos a un paso de esa situación, el lenguaje nos lo indica. Claro que en otros sitios hablan más claro y respetan las palabras: leo un reciente titular de Le Monde: 'Le droit du travail sera-t-il bientôt... hors la loi?' ('¿El derecho al trabajo estará pronto... fuera de la ley?').. Eso, el meollo de la cosa, es lo que se discute en la campaña electoral francesa. Sin malentendidos.

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