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HORAS GANADAS
Columna
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Los héroes y los malditos

Rafael Argullol

En Black Hawk derribado, la última película de Ridley Scott estrenada recientemente en España tras arrasar en las salas de Estados Unidos, hay una escena culminante en la que se sintetiza buena parte del argumento: una multitud de siluetas oscuras, espectros casi, se arremolina alrededor de un helicóptero caído en el centro de una ciudad miserable mientras tres soldados, apostados tras el aparato, se defienden valientemente de los sitiadores. Los tres soldados son militares norteamericanos, la multitud de siluetas son ciudadanos somalíes, la ciudad miserable es Mogadiscio y el helicóptero es el Black Hawk, que ha sido derribado y que en cierto modo, como un monstruo legendario, da nombre a la película.

Ridley Scott logra mantener la tensión a lo largo de casi tres horas, confirmando una vez más que es un extraño director, capaz de realizar mediocridades más o menos brillantes en tanto se le recuerda como el autor de Los duelistas, Alien o, en especial, Blade Runner. Su escenario es simple y comprimido, y su guión trata de ajustarse a hechos históricos, como explícitamente se indica al principio y al final del filme La escenografía de fondo es la intervención de las fuerzas norteamericanas en Somalia en 1993. Luego, todo ocurre en unas pocas horas: las que median entre la operación de castigo concebida por el mando norteamericano contra el principal de los señores de la guerra somalíes y su fallida realización, con obstáculos imprevistos y pérdidas dolorosas. Es, sin embargo, un paréntesis de tiempo suficiente para que broten los héroes.

En realidad el planteamiento de Ridley Scott sigue con exactitud los parámetros de la épica bélica que en el siglo XX ha sido preponderadamente expresada por el cine pero que, con anterioridad, había estado en manos de la literatura y, todavía antes, de la poesía oral. Según estos parámetros, una minoría de héroes, la que es objeto de apología, se defiende encarnizadamente de una mayoría enemiga, superior en número aunque inferior en mérito. Los héroes tienen rostro, voz, identidad y memoria propios, en tanto que sus adversarios, por lo general, se presentan masificados y con débiles perfiles. Así ocurría ya en la Iliada -pese a la generosa alternancia homérica de aqueos y troyanos-, en las aventuras de Roland o del Cid, en las Crónicas de Indias y en las novelas inglesas sobre las vicisitudes del Imperio Británico.

El mundo del siglo XX ha sido fundamentalmente adiestrado por el cine y desde hace más de media centuria la épica bélica ha estado en manos norteamericanas, casi en régimen de monopolio. Todas las generaciones abarcadas en este periodo nos hemos educado visualmente asistiendo a películas -en las pantallas cinematográficas o de televisión- donde el héroe norteamericano, sucesor del héroe de la tradición, se enfrenta a sucesivos ejércitos malignos. De hecho, los actuales ciudadanos de cualquier región del mundo, en lugar de preguntarnos la edad, podríamos interrogarnos acerca de quiénes eran los enemigos del héroe americano en nuestras respectivas infancias: a través de las películas luchamos decenio tras decenio contra alemanes, japoneses, coreanos, rusos, vietnamitas, iraquíes...

El héroe puede no triunfar sobre el terreno, pero siempre vence espiritualmente por su coraje y por su decisión de llegar en defensa de sus posiciones hasta la misma muerte. También esto sucede en la película de Ridley Scott, añadiendo los somalíes -despectivamente llamados 'flacuchos'- a la larga lista de nuestros adversarios. La gloria final del héroe estriba en su memoria perdurable: su vida es descrita con detalle, su herida es expresada con calor y su muerte, cuando llega, es ofrecida como una enseñanza. Pero ¿por qué el 'flacucho' somalí es ajeno a una vida y una muerte de héroe? ¿Por qué no se nos informa de sus meditaciones ante la batalla? ¿Por qué para ninguno de ellos hay el regalo de una narración que explique algo de su vida antes de su impersonal muerte? La turba de somalíes es la estricta continuación de las turbas anteriores a las que se ha enfrentado durante más de medio siglo el héroe norteamericano. Únicamente éste tiene biografía, existencia palpable, personal. Los que están al otro lado de la trinchera conforman un remolino anónimo, tenebroso y amenazador que avanza por la Historia para arrasar la libertad.

Todos los guerreros norteamericanos de Scott luchan hasta la muerte y algunos, efectivamente, la encuentran. Para éstos se reserva, como en toda la épica bélica, el más cálido homenaje. Los 'flacuchos' mueren a centenares, sin un solo homenaje, siquiera visual. Pertenecen al remolino como, pasando de nuevo de la ficción a la realidad, también pertenecen a él los miles de hombres muertos en la reciente campaña de Afganistán (que, a su vez, pronto tendrá su propia filmografía épica).

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Cuando hace unos días se establecieron ciertos paralelismos entre la batalla de Shahi-Kot, en las montañas afganas, y la acción de Mogadiscio descrita en Black Hawk derribado, volvió a hacerse evidente el adiestramiento profundo al que estamos sometidos. También en esta batalla hubo derribo de helicóptero, emboscada y bajas norteamericanas. Lo más sorprendente, sin embargo, es que el Pentágono y, a continuación, los medios de comunicación hablaron de la resistencia hasta la muerte de los milicianos talibanes de Al Queda como de algo deleznable y repulsivo: lo que en el héroe es valentía en las oscuras fuerzas del remolino es fanatismo.

No tengo ninguna simpatía ni por los señores de la guerra ni por los líderes sectarios de Somalia, Afganistán o de cualquier otra parte; pero, por muchas películas y reportajes que acumule nuestra retina, continuaremos adentrándonos en la ceguera si creemos que los 'flacuchos' o los combatientes talibanes, además de no tener novias y madres, se desvanecen del mundo sin dolor. La gran trampa -en la que casi siempre caemos- es ignorar que la agonía de los malditos es muy parecida a la de los héroes.

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