Medidas radicales
¿Cuánto vale la vida de un hombre, de un niño incluso? Esta pregunta es la que organiza y da sentido a este John Q., un lujoso, estirado y decididamente descompensado vehículo hecho a la medida del más influyente actor negro de nuestros días, Denzel Washington. Pero seríamos injustos si definiéramos el asunto sólo como un encargo más o menos puntual para el lucimiento del astro. Antes al contrario, John Q. es un concienzudo, y concienciado, alegato social de cuya autoría debe responsabilizarse tanto a su director, Nick Cassavetes, como a su guionista, James Kearns, autor también del argumento.
Hijo del gran John Cassavetes y de la no menos inmensa Gena Rowlands, actor habitual y debutante tras la cámara con una película más que estimable, Volver a vivir, Nick Cassavetes es eso que se puede definir como un progresista hollywoodiano. Lo confirma, y con creces, el filme, que parece inspirado por la actual senadora Hillary Rodman Clinton y su abortada propuesta de extensión del seguro médico a todos los estadounidenses: como si se tratara de una de aquellas beneméritas películas rodadas por la Warner Bros a mayor gloria de la política de Roosevelt y su New Deal de los treinta, aquí de lo que se trata es de ilustrar didáctica y directamente una tesis, concretamente la política de doña Hillary y de los defensores de la extensión del Estado del bienestar en momentos tan poco propicios para tales discursos.
JOHN Q.
Director: Nick Cassavetes. Intérpretes: Denzel Washington, Robert Duvall, James Woods, Anne Heche, Ray Liotta, Kimberly Elise. Género: drama criminal, Estados Unidos, 2002. Duración: 120 minutos.
John Q. tiene, caso raro en el cine estadounidense actual, la hechura, la intención y el tono de una diatriba social, la denuncia de un sistema sanitario en el que campa con toda arbitrariedad el dinero y en el que la vida a salvar por los médicos se convierte en poco más que una moneda para una transacción económica casi siempre compleja. Es una película necesaria, aunque, a decir verdad, su efectividad se resiente, y mucho, por la aplicación, al mismo tiempo, de dos lógicas superpuestas que jamás terminan funcionando juntas: una, la denuncia en sí, el padre obrero y desesperado que toma medidas extremadas para salvar a su hijo, el cinismo de las autoridades hospitalarias, el comportamiento extravagante del jefe de policía; y otra, el gran guiñol espectacular, los rehenes, la actuación estricta de la policía.
Todo ello provoca un extremo simplismo en la exposición de las razones enfrentadas, un énfasis excesivo y una redundancia que parece pensada para públicos perezosos y que coloca a la película en el límite mismo de la credibilidad, un riesgo para un discurso que debería ser más inteligente.
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