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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Herencia envenenada

Pastilleros. Borrachos. Ignorantes. Vagos. Los jóvenes de este país, parece evidente, no están contentos. Pocas veces, había salido a la luz en tan poco tiempo tal cúmulo de estereotipos negativos sobre los adolescentes. Pocas veces se había atrevido nadie a acusar tan directamente a tantos jóvenes de tanto desastre y a achacarles una especie de estado vegetativo capaz de hacer pensar en un futuro aún peor. Porque en esos jóvenes, tristes ciertamente pero no por azar, reside el futuro colectivo.

Pues bien, los autores de esta fotografía rencorosa, acusadora e intolerante de estas nuevas generaciones de españoles que, aparentemente, sólo piensan en divertirse, son adultos. Adultos que han olvidado que un día fueron jóvenes y que quizá se resisten a considerar así su propio fracaso. Adultos que hoy hacen de los jóvenes un nuevo campo de batalla y una hipócrita piedra de escándalo mientras les ofrecen, como alternativa vital, el modelo Operación triunfo: canta, adelgaza, sométete a una disciplina ciega y da carne a la fiera que te devora y que sólo busca entretener su aburrimiento contigo. El premio es tan banal como deseado: la fama. Una fama hecha de milagros mediáticos, no de sabiduría, de justicia o de bondad. Una fama que es el gran salto al vacío que ofrece la era del vacío. Una fama que es, sin duda, poder real.

¿No es la escalada de la fama el gran sueño que esta sociedad ofrece a todo adolescente? ¿Por qué y para qué estudiar hoy si basta con ser famoso para que todas las puertas -empezando por la del dinero- se abran? ¿No es la televisión, en esta perspectiva, mucho más escuela que la escuela o la familia? ¿No es la convicción de no alcanzar jamás ese sueño, ese ideal de vida, lo que tal vez lleve directo a las pastillas, al botellón, a la ignorancia? ¿Qué gran reproche nos están haciendo todos esos jóvenes que perciben que sus esfuerzos por estudiar o trabajar van a ser recompensados con trabajos inciertos, arbitrariedades, marginación o incomprensión porque sólo recompensamos con poder, influencia y atención a los famosos?

Pastilleros. Borrachos. Ignorantes. Vagos. O famosos. Esta es la alternativa que, asombrados, descubren tantos jóvenes. Lo raro es que no tramen una monumental venganza ante ese pensamiento único que les cerca y les mutila. O quizá sí existe esa venganza y, una vez más, nos tapamos los ojos: ¿quién interpreta la bajísima natalidad española como la evidencia de una protesta en toda regla sobre esta forma de vivir de la que tan orgullosos estamos? ¿Cuántos jóvenes se preguntan sobre la vida que tendrán sus hijos y se responden, directamente, que mejor no tener hijos? ¿Por qué, de qué, tienen miedo estos jóvenes?

Los mismos jóvenes nos hablan, también masivamente, de su protesta desde el mundo subterráneo de las ONG. Desde ahí, acaso preparen su ofensiva a un mundo adulto cuyo proyecto vital se ahoga en tristes espejismos como el de Operación triunfo. Y, entonces, esos jóvenes que creen que su vida vale más que lo que la sociedad puede ofrecerles salen a manifestarse a la calle. Miles de ellos lo han hecho estos días en Barcelona y se han encontrado con todos los aparatos de control vigilantes por si acaso pusieran en peligro -con sus ideas para un futuro más alegre, compartido, y también con más hijos- la tristeza de lo establecido. Y esa protesta, digna, honorable, también es secuestrada cuando aflora la violencia a uno u otro lado del camino.

La primera vez que oí la frase 'nuestros hijos vivirán peor que nosotros' fue en 1990, en Estados Unidos. Me impresionó: fue como escuchar que no hay futuro. ¿Se ha hecho realidad la sentencia? ¿Quién sabe de verdad lo que piensan los jóvenes si ni siquiera escuchamos las señales que emiten? La única evidencia es que no están contentos. Y salta a la vista que les dejamos una herencia envenenada.

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