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Columna
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Operación 'Otro triunfo es posible'

Joan Subirats

Barcelona ha sido protagonista privilegiada del debate entre diversas formas de entender el futuro de la humanidad. Aunque sigan empeñándose en hablar de 'proglobalización' y 'antiglobalización', esas etiquetas explican cada vez menos cosas. Simplificando las cosas, diríamos que lo que está en juego es, por una parte, una forma de entender la política como una 'tarea eficiente', efectuada por profesionales y destinada a resolver las necesidades del mercado, y por otra parte, una forma de entenderla que pone el acento en temas aparentemente 'no eficientes': los valores, los ideales, la necesidad de recuperar la credibilidad de una política más cercana. Unos se obstinan en señalar que sólo existe una vía para conseguir avanzar y progresar, y son muy escépticos en relación con la posibilidad de construir alternativas creíbles, en relación con las dinámicas liberalizadoras y desreguladoras del capitalismo especulativo y financiero, en relación con la bien trabada democracia representativa, o en relación con un orden internacional basado en simplismos tan groseros como el 'eje del mal'. Otros manifiestan su desacuerdo con ese camino y defienden que 'otro mundo es posible', avanzando en la democracia participativa, incrementando los recursos y las dinámicas de cooperación y los compromisos éticos en la forma de operar las empresas y los mercados. Nadie discute la globalización, como nadie puede discutir la lluvia. Se discute cómo entenderla, cómo configurarla, cómo gobernarla. Unos apuntan a que hay sólo una democracia posible, otros opinan que la democracia debería ser precisamente el marco en el que muchos futuros fueran posibles.

Permítanme que extienda ese debate a campos paralelos. Creo que los recientes acontecimientos políticos en España o Italia, o los ecos que nos llegan de la América de Bush, indican que está en juego asimismo una forma de entender la organización social y el papel del individuo en esa sociedad. Hemos pasado de la 'España de las oportunidades' a la de la 'cultura del esfuerzo', manteniendo, eso sí, la conmiseración para 'los que se quedan atrás' o 'los que no pueden seguir'. Los valores que impulsan esa concepción social asimilan el bienestar social a la suma de los triunfos individuales. El triunfo depende sólo de tu esfuerzo. ¿Qué quiere decir triunfar? Triunfar es despuntar en tu campo de actividad. Triunfar es alcanzar el máximo bienestar material posible. Triunfar es que los tuyos salgan adelante. Triunfar es ser caritativo con los que no lo han conseguido. Triunfar es seguir tu camino. Tú y sólo tú eres responsable de ese triunfo o de ese fracaso. Venimos de un mundo en el que la laboriosa construcción de las políticas de bienestar tenían como objetivo coser, trazar vínculos, establecer complicidades y solidaridades. En el nuevo escenario del triunfo, todo ello es visto ahora como superfluo. Son rémoras de un pasado en el que el esfuerzo no tenía compensación adecuada, se perdía en los meandros de la solidaridad o de la aventura colectiva o compartida. Sólo quien arriesga y se esfuerza merece reconocimiento. Estamos en la cultura del invidualismo mercantil convertida en parámetro de construcción social. No conviene detenerse en tejer lazos o construir vínculos con los que te rodean. Ello sólo será un obstáculo en tu biografía. Europa soporta demasiados vínculos. La mano de obra no se muestra dispuesta a abandonar su lugar de origen o residencia. En una encuesta reciente realizada a más de 400 empresarios y 10.000 empleados de 10 países europeos, apenas algo más del 15 % estaba dispuesto a buscar trabajo fuera de su país si era necesario. ¿Cómo vamos a triunfar con esas barreras mentales? Las identidades locales son un estorbo más. ¡Cuántos obstáculos a la modernización! La gente tiene que acostumbrarse a vivir en conflicto entre diversas culturas, inventarse nuevas y más ligeras tradiciones a caballo de la híbrida y superficial cultura del mercado, aceptando los riesgos de la individualización soberana.

En ese contexto, el futuro hacia el que vamos, o nos quieren llevar, es el de una sociedad de 'trabajadores autónomos dependientes' (en afortunada expresión de una nueva rama sindical de Comisiones Obreras). En esta situación, cada vez resultará más difícil canalizar los problemas de cada quien en movilización política. Las desigualdades se redefinen como efectos individuales de los riesgos sociales. Poco a poco, los problemas sociales van siendo definidos cada vez más como problemas psicológicos (ansiedad, neurosis, depresiones, inadecuación personal...). Crisis social es crisis individual. Crisis individual es enfermedad. ¿Queremos una sociedad así? ¿Nos gusta un sistema en el que cada vez nos dicen que hay menos razones para cuidarse de los demás? ¿Queremos una educación en la que prime esa visión individualista y segmentada desde la cuna? Estos días, en Barcelona, estamos también discutiendo de estas cosas.

Los que salen a la calle tratan de definir, con mayor o menor fortuna, nuevas formas de entender el triunfo personal y colectivo. No es problema de añoranzas. No se trata tampoco de renunciar a los valores positivos de la nueva individualización. Frente a la apatía, el cinismo y el distanciamiento con el que la ciudadanía observa la política institucionalizada actual, los movimientos alternativos tratan de construir un nuevo discurso. Reivindican el viejo postulado democrático que invita a rechazar todo aquello que se presenta como incuestionable e irrefutable. Y piden que se recupere el sentido de proyecto de toda acción política. Piden someter a una nueva racionalidad política esa ley suprema que afirma que nada es posible contra la libertad comercial y financiera, todo es posible en el comercio y en el sistema financiero global. Nos invita a alzar nuestra voz ante el escándalo moral de la desnutrición, el analfabetismo o la sobreexplotación infantil.

A pesar del excesivo montaje de seguridad estratosférica con el que el Gobierno de Aznar ha querido adornar esta cumbre, montaje en el que las instituciones autonómicas y locales han desempeñado un papel sumiso, la gente ha salido a la calle. Se amenazó con fiscales en movilización permanente, con jueces 24 horas listos, con servicios hospitalarios preparados para cualquier urgencia, se cerraron escuelas y universidades, se anunciaron colas de 100 kilómetros, y se desplegaron todas las fuerzas policiales imaginables, junto con fragatas, antimisiles y helicópteros de todo pelaje. Se sellaron las fronteras aludiendo a centenares de peligrosos delincuentes (como los delegados belgas y franceses de Attac) que querían atravesar el 'abierto' espacio de Schengen. El objetivo: la desmovilización, la criminalización y la amenaza contra las alternativas a la Operación triunfo preparada. Es posible que las respuestas deban seguir trabajándose. Es probablemente necesario que el propio movimiento alternativo logre definir mejor sus perfiles diferenciales. Pero lo que nadie debe dudar es que la palabra triunfo no significa lo mismo para todo el mundo. Y ello no sólo es positivo, es imprescindible.

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