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Columna
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Criminalización preventiva

Los derechos fundamentales no están en la Constitución para hacerles fácil la vida a los gobernantes, sino para que los ciudadanos puedan ejercerlos de la manera que les parezca apropiado. Todos los derechos fundamentales son, en general, un instrumento de defensa del individuo frente al Estado y aquellos que tienen naturaleza política, las llamadas libertades públicas, son, en particular, un instrumento de defensa de las minorías frente a las mayorías, que en las sociedades democráticas son las que ocupan el Gobierno y ejercen el monopolio de la coacción física legítima en que el Estado consiste. Las minorías, mejor dicho, los individuos que las constituyen, son los destinatarios principales de las libertades públicas que en la Constitución se consagran. Quienes se sienten parte de la mayoría no suelen hacer uso de determinadas libertades públicas como, por ejemplo, la libertad de reunión en su vertiente de libertad de manifestación. Suelen estar de acuerdo con la acción de Gobierno y no consideran que manifestarse en la calle sea la manera en que deben ejercer su derecho a la libertad de expresión. Tienen otros canales de acceso al Gobierno para hacerse oír. Por el contrario, quienes se sienten parte de la minoría consideran a veces que la mejor forma de influir en la acción de Gobierno es ejercer su libertad de expresión de manera concertada a través del ejercicio del derecho de manifestación. En ocasiones, es la única manera que tienen de llamar la atención de la opinión pública y de contar en la toma de decisiones.

La criminalización preventiva de los posibles ejercientes del derecho de manifestación es un caso llamativo de ejercicio desviado del poder

Ésta es la razón por la que la configuración constitucional del derecho de reunión en lugares de tránsito público, tanto en su vertiente estática, concentraciones, como dinámica, manifestaciones, privilegia la posición jurídica del individuo frente al Estado. Frente al ejercicio ciudadano de ese derecho, el Gobierno sólo tiene obligaciones. La calle no es del Gobierno, sino de los manifestantes, siempre que el ejercicio del derecho sea pacífico y sin armas. El Gobierno tiene que limitarse a garantizar que quienes quieran manifestarse puedan hacerlo, protegiéndolos frente a quienes quisieran ejercer violencia con ocasión de su celebración.

Estos son lugares comunes que se repiten en la jurisprudencia de todos los tribunales de justicia y tribunales constitucionales, cuando del ejercicio del derecho de manifestación se trata. Pero son lugares comunes que parecen haber sido olvidados en este semestre de presidencia española de la Unión Europea. La criminalización preventiva de los posibles ejercientes del derecho de manifestación, a la que hemos asitido estas últimas semanas en relación con la cumbre de Barcelona y la superpreventiva que se ha puesto en marcha respecto de los ciudadanos que puedan participar en alguna manifestación con ocasión de la cumbre de Sevilla, es un caso llamativo de ejercicio desviado del poder. No se puede aceptar que los poderes públicos orquesten una campaña intimidatoria frente al ejercicio de un derecho constitucional. En el ejercicio de este derecho coincide siempre la legalidad con la legitimidad. Únicamente los ciudadanos que ejercen el derecho pueden apreciar la oportunidad de su ejercicio. Y ningún poder público, excepto el poder judicial, puede revisar de manera definitivamente vinculante dicha apreciación. El Gobierno no está para enjuiciar el ejercicio del derecho, sino para garantizar que los ciudadanos que quieren ejercerlo puedan hacerlo.

Como esto es así y debe ser así, la única postura constitucionalmente aceptable, cuando se aproximan acontecimientos como las cumbres europeas a las que antes me he referido y se sabe por la experiencia acumulada en cumbres anteriores que, con ocasión de las mismas, se va a ejercer el derecho de manifestación por un número particularmente alto de ciudadanos, es establecer por parte de los poderes públicos contacto con las organizaciones convocantes de las manifestaciones a fin de pactar las condiciones de ejercicio del derecho de la manera más satisfactoria posible. La iniciativa adoptada por el presidente de la Junta de Andalucía en este sentido ha puesto de manifiesto unos reflejos democráticos que, en el clima vivido en estas últimas semanas, merecen ser destacados.

La postura del presidente de la Junta de Andalucía debería ser, además, la norma y no la excepción. Y debería serlo no sólo porque los poderes públicos deben ser respetuosos del ejercicio de los derechos por parte de los ciudadanos, sino por propio interés. Las manifestaciones pueden ser molestas para los gobernantes que organizan las cumbres, en la medida en que el mensaje de los manifestantes suele estar en neta oposición con el mensaje oficial. Pero si no fuera por esas manifestaciones, es más que probable que estas cumbres pasaran bastante inadvertidas para la inmensa mayoría de los ciudadanos. Si la cumbre de Barcelona hubiera consistido exclusivamente en la presencia de los Jefes de Estado y de Gobierno, sin la manifestación sindical del primer día y la manifestación ciudadana del último, ¿habría despertado algún interés en la ciudadanía?

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Las manifestaciones son casi los únicos elementos de calor que hay en estas cumbres, que suelen ser de una frialdad terrible. La distancia entre la política oficial y la ciudadanía, si no fuera por las manifestaciones, sería espantosa. Son los manifestantes los que, con su esfuerzo, contribuyen a aproximar la política oficial a la calle. La foto de la manifestación contribuye más a la construcción política de Europa que la llamada foto de familia.

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