De cristalito
Uno. Atraco a las tres, la adaptación teatral de la película de José María Forqué, dirigida por Esteve Ferrer en el Centro Cultural de la Villa, está siendo uno de los grandes éxitos de la cartelera madrileña. Es una función desigual, con torpezas casi infantiles y grandes bajones de ritmo, pero hecha con tanto cariño -a la comedia española clásica y a sus cómicos- que acaba resultando irresistiblemente simpática. El guión de Masó, Coello y Salvia se revela, en el trasvase, una pura burbuja de jabón: las situaciones eran previsibles, y los diálogos nada del otro jueves. ¿Por qué permanece, entonces, en nuestro recuerdo? Por sus actores. Por el trabajo de un equipo de intérpretes en estado de gracia, que mantenían en alto la burbuja, que no la dejaban caer ni un momento y, sobre todo, que se divertían trabajando. En el montaje de Esteve Ferrer hay más voluntad de diversión que diversión. El espectáculo tiene algo de comedia musical frustrada, como si Ferrer, gran conocedor del género no se hubiera atrevido del todo a jugar esa carta, aunque quedan indicios sobre el tapete: las canciones de los sesenta que suenan mientras se llena la sala, el ensueño de Carmen Machi con Reina por un día o el número del York Club y su baile con Iñaki Miramón.
Pero quizá el problema básico de este Atraco a las tres es que no todos juegan el mismo juego o, volviendo a lo de antes, que no se divierten con la misma intensidad. Iñaki Miramón, el protagonista (en el rol de Galindo, que interpretó López Vázquez), tiene una energía amanerada, como si se tomara a broma su personaje: basta comparar su trabajo con el de Carmen Machi (Enriqueta), una hermana Gilda ideal, divirtiéndose plenamente y sin complejos, disfrazada de forajida o soñando un futuro en rosa y con diadema. O la desinhibida entrega de Jorge Calvo (Martínez) y Javivi (Cordero), que están pidiendo a gritos el gramo de locura que Esteve Ferrer hubiera podido darles. Aun así, pese a ese reparto descompensado y a una puesta en escena que apunta pero no remata, Atraco a las tres es recibida por el público con la gratitud de las risas. El público va al Centro Cultural por la promesa de la risa; con la película en el recuerdo, y también, casi diría que para ver y aplaudir a Manuel Alexandre, como quien se relame anticipadamente ante una de las últimas botellas de una cosecha irrepetible.
Dos. 'Tener' en escena a Manuel Alexandre no sólo es un raro privilegio: contemplamos a un glorioso animal de una raza en vías de extinción, y vemos girar en la memoria las páginas de un soberbio álbum de fotos. Alexandre lo ha hecho todo, y todo lo ha hecho bien. En su rostro asoman, en un vertiginoso pentimento, el angélico Mauro de Los jueves milagro y el canalla provinciano de Calle Mayor; el segador tenorio de La venganza y el señorito triunfador (¡Te esperamos!) de La vida por delante; el pintor casi taoísta de Calabuch y París-Tombuctú y el amnésico de Vivan los novios; el portero rijoso (¡Toma Natalio!) de Tamaño natural y el humilde suicida de Duerme duerme mi amor. Ha sido villano (el salvaje asesino alcohólico de La boda, un olvidadísimo melodrama negro de Lucas Demare) y abuelo perfecto (el viejo liberal de El año de las luces, el general autista de El Ángel de la guarda), y el mejor Plácido Estupiñá que podía soñar Galdós para su Fortunata y Jacinta.
En el montaje de Atraco a las tres, Alexandre hace un pequeño papel, lo que antes se llamaba una 'colaboración extraordinaria', el rol que en la película interpretó Pepe Orjas: Don Felipe, el viejo director de banco, afable, bondadoso, comprensivo. Desde que entra en escena hay una colectiva sensación de felicidad, de reconocimiento, por su perfil, su mirada, el inconfundible trémolo de su voz; una empatía absoluta entre el actor y su público. Tiene apenas dos momentos, al principio y al final, pero ¡qué momentos! Al principio, cuando le comunican su cese inminente, es puro Galdós: no cuesta imaginarle de camino al banco, remontando la Cava a pasitos cortos o santiguándose cada día en la iglesia de San Ginés; al final, cuando abandona la sucursal y recoge lentamente el sombrero y el gabán, es Umberto D. encaminándose a un piso solitario que huele a brasero apagado.
Hay un término precioso de la vieja jerga teatral para calificar su trabajo: 'Está de cristalito'. Un actor está 'de cristalito' cuando transparenta, sin esfuerzo aparente, a su personaje; cuando nos hace ver su antes y su después aunque sólo tenga dos escenas; cuando la verdad, esa verdad que sólo se consigue con años y años de oficio, le sube a la cara; cuando hay una fragilidad y una delicadez inmensa en su composición.
Hay cristal, cristalito, en su Don Felipe de Atraco a las tres, y también espejo, un juego de espejos muy literario y también, como no, muy teatral. Poco antes de abandonar la escena, ya con el sombrero en la mano, Alexandre mira fugazmente a Vicente Gil, el actor que encarna a Benítez, el personaje que él interpretaba en la película de Forqué. Antes no he mencionado a Vicente Gil y es justo que lo haga ahora, por el cariño con que intenta, a lo largo de toda la obra, aproximarse a la 'manera' de su modelo, de su maestro. Hay, tras la barahúnda de la escena anterior, esa despedida a paso lento, y ese breve cruce de miradas entre el viejo actor y su joven doble, y brota, por unos segundos, una rara emoción, un vértigo calmo y hondo: por momentos así vale la pena ir al teatro.
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