El resplandor de un genio
La muestra titulada Luca Giordano y España exhibe un conjunto de 80 cuadros de este genial pintor barroco, nacido en Nápoles en el año 1634 y fallecido en esta misma ciudad en 1705. De entrada, poco hay que decir acerca de la importancia de este grandísimo artista, a quien nadie le ha discutido su preeminencia como el mejor pintor del barroco decorativo de la segunda mitad del siglo XVII, pero que, además, dejó una profunda huella en España, adonde acudió, en el zenit de su fama, llamado por Carlos II, permaneciendo en nuestro país durante una década, desde 1692 hasta 1702. La facundia pictórica de Lucas Giordano (al que los españoles llamaron Lucas Jordán, prueba irrefutable de su plena integración en el país) le hizo acreedor del sobrenombre de Fa Presto (el rápido), lo que explica el formidable número de obras que hizo aquí y que se reparten por doquier, sobre todo, en los palacios, sitios reales e instituciones afines. Precisamente por ello, y habiéndose producido una gran exposición antológica de su obra en Nápoles, Viena y Los Ángeles, ha sido un acierto de los responsables de Patrimonio Nacional, en cuyas dependencias se conservan unas 150 obras del maestro italiano, el haber encargado a A. E. Pérez Sánchez, nuestro máximo especialista en pintura barroca italiana, la organización de una muestra singular, basada, sobre todo, en la amplia producción española del artista, pero también con selectivas aportaciones de otros periodos menos o peor representados, éstos procedentes de varios museos de todo el mundo. De manera que, iniciativa, planteamiento, selección y montaje, no creo que se exagere al dedicar los adjetivos más encomiásticos a esta exposición, que es uno de los acontecimientos artísticos más sobresalientes de la presente temporada.
LUCA GIORDANO Y ESPAÑA
Palacio Real Plaza de Oriente. Madrid Hasta el 2 de junio
La presteza ejecutiva de
Giordano produjo pasmo, ya entre sus contemporáneos, no sólo, en efecto, por la sorprendente velocidad de su virtuosismo pictórico y su no menos asombrosa capacidad productiva, sino, fundamentalmente, por el talento y la calidad que demostraba. Hay que tener en cuenta, además, que Luca Giordano resolvía la decoración pictórica de grandes conjuntos murales, bóvedas y enormes retablos como si se tratasen de convencionales cuadros de caballete, haciendo con el mismo primor y refinamiento todo, grande o pequeño. Quiero decir que Giordano no era simplemente un especialista en la resolución de grandes escenografías de pintura decorativa, sino también un hábil, versátil y técnicamente superdotado pintor, cuya palpitante calidad estuvo siempre acompañada de rigor, profundidad, delicadeza y lirismo. En Madrid y sus aledaños ha dejado grandes pruebas a la vista de este talento prolífico: en la bóveda del Casón del Buen Retiro, en los muros de la madrileña iglesia de San Antonio de los Portugueses, en la escalera principal del monasterio de El Escorial o en la bóveda de la sacristía de la catedral de Toledo. Junto a esta ingente obra, Giordano realizó simultáneamente un sinfín de cuadros, algunos muy notables atesorados hoy en el Museo del Prado, y otros muchos conservados en las dependencias del Patrimonio Nacional y en otros lugares, públicos y privados.
El objeto de la presente exposición ha sido naturalmente estos últimos, cuya presentación conjunta es ahora visible, produciéndonos la misma estupefacción admirativa que la que sintieron sus contemporáneos. Es muy significativo que Antonio Palomino, nuestro Vasari, citara varias veces a Giordano en la biografía de Velázquez, síntoma inequívoco de que consideraba al maestro napolitano el único émulo posible de éste, que había muerto en 1660. Fue Palomino el que puso en boca de Giordano la famosa definición de Las meninas velazqueñas como 'la Teología de la Pintura', lo que demuestra la proverbial perspicacia del pintor italiano para apreciar la calidad de sus colegas y al punto aprovecharla en su propio beneficio artístico. Esto lo hizo, desde luego, con la lección de Velázquez, pero, una de sus innatas cualidades, también con otros, porque, ya fuera con el Ribera napolitano, como con los grandes maestros venecianos y florentinos, Giordano siempre estuvo atento a lo mejor. Así, quien supo aprender de Rafael, Ribera, Veronés o Velázquez, es lógico que acabara enseñando mucho a otros contemporáneos o posteriores, como, entre estos últimos, a G. B. Tiépolo, a Maella e, incluso, hasta el propio Goya joven, por citar sólo a lo más excelso. ¿No es, por lo demás, esta facultad para asimilarlo todo y multiplicarlo la que, siglos después, encontramos en Picasso, de parecida presteza, facundia, versatilidad e increíble productividad?
Por último, hay que señalar que la exposición Luca Giordano y España está muy bien pensada, seleccionada y ejecutada. Son, como ya se dijo, un conjunto de 80 obras, organizadas cronológicamente por épocas y de esta manera distribuidas a través de las salas. Ante un pintor tan prolífico y variado, el comisario ha dosificado bien los diversos géneros que acometió, incluido el retrato, aunque lógicamente predominen los cuadros de historia, que son de un dinamismo, vivacidad, abundancia coral y fantástico sentido dramático que literalmente encandilan la atención del contemplador y nunca le dan la sensación de huera y pesada retórica. A ello ayuda mucho la perspicacia y la casi rubensiana sensualidad de Giordano, su sobresaliente calidad colorista, su sabio sentido para dosificar el ritmo envolvente y acelerado de la acción; su, en fin, enorme variedad de registro pictórico. No creo, por tanto, que el visitante actual tenga que hacer ningún esfuerzo para sentirse atraído y, a veces, fascinado por esta auténtica melopea pictórica inolvidable, que hay que considerar un regalo para la vista. Y aunque hay muchas obras concretas en la muestra dignas de un comentario individualizado por muy diferentes motivos, no es posible aquí sino sólo consignarlo.
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