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Columna
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Párpados

Mi primer ordenador tenía membranas en lugar de teclas. No sé qué fue de él, pero recuerdo el placer de pasar la yema de los dedos sobre aquel conjunto de párpados que latían como el pulso de las sienes. Bastaba rozar la membrana, delgada como el ala de un insecto, para que se abriera en la pantalla el ojo de una letra. El alfabeto devenía así en una colección de ojos que te observaban con asombro durante unas décimas de segundo antes de incorporarse al texto. No tuvieron éxito, sin embargo, aquellos ordenadores, de los que hoy no queda rastro alguno. Prevaleció la tecla, que es más tosca, pero que facilitó sin grandes rupturas el tránsito de la máquina de escribir a las herramientas digitales. Fue una lástima, pues para muchos resultaba curiosa, rara y enormemente simbólica aquella relación parpadeante con la propia escritura.

El párpado es la frontera entre la realidad interior y la exterior. Cuando los cierras, te cierras. Los ciegos podrían ir durante el día con los párpados bajados y, sin embargo, los llevan abiertos, como los videntes, porque su función va mucho más allá que la de impedir o no el paso de la luz. Cuando el párpado cae por las noches, se cierra el negocio. A veces, como todos sabemos, el negocio se cierra por defunción. Lo curioso es que los difuntos se quedan con los ojos abiertos, como si aún no hubiera llegado la hora de echar el cierre, aunque se haya ido la luz. No hay espectáculo más poético, ni más terrible, que el de bajarle los párpados a un muerto. Lo habrán visto ustedes en las películas, quizá se hayan visto obligados a hacerlo en la vida. Tiene algo de juego de magia. Se coloca la mano sobre el rostro yerto y se le da un pase de prestidigitador, rozando apenas los ojos con la yema de los dedos.

Es un respiro que el muerto deje de mirarnos. Aunque sólo sirvieran para eso, las membranas de los párpados ya estarían justificadas. Hay una novela de terror, El ojo sin párpado, cuyo título libera tales dosis de espanto que ya no hay necesidad de leerla. Aquel ordenador antiguo, que tenía membranas en vez de teclas, nos permitía cerrar los ojos de los textos cuando nacían muertos. No hay mirada peor que la del cuerpo de una escritura muerta.

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