Construir Europa o mostrar un catálogo
¿Arrojará resultados sustanciales la cumbre europea de Barcelona que empieza mañana? ¿Escenificará un blablablá perfectamente olvidable? ¿O se saldará con un aurea mediocritas: bastante lengua de madera y alguna medida suelta tangible?
Los grandes hitos de la construcción europea siguieron un plano de arquitecto, estructurado y detallado: proponían un objetivo claro, desarrollaban las medidas para alcanzarlo y establecían los instrumentos institucionales y financieros necesarios. Eran Política, con pé mayúscula. Es decir, propuestas inteligibles, creíbles, susceptibles de movilizar a los agentes económicos y a la ciudadanía.
Así se hizo con el mercado interior que instauró en 1992/93 la Europa sin fronteras, gracias a los informes Cockfield y Cecchini que reclamaron 300 directivas para suprimir obstáculos internos: éstos son hoy, gozosamente, casi arqueología. La misma pauta siguió la unión monetaria: desde el informe Werner (1970) al del Grupo de Sabios presidido por Jacques Delors (1989) se trazó un diseño cartesiano de objetivos político-económicos (la estabilidad), medidas (el examen de la convergencia) e instituciones (el BCE), y por eso el euro ha sido un grandioso éxito. Así se intentó en el Libro Blanco sobre crecimiento, competitividad y empleo (1993), una equilibrada mezcla de liberalismo y keynesianismo que prefiguraba la unión económica y capotó sin embargo por la intransigente ortodoxia de los ministros de Hacienda, los poderosos ecofines.
Por desgracia, nada de esto sucede ahora. Esta cumbre no tiene plan, sino amasijo de medidas inconexas. No sigue un programa, vislumbra y muestra un catálogo. La culpa viene de atrás, del Consejo Europeo de Lisboa (2000), del que Barcelona constituye simplemente una tercera edición primaveral. El paisaje venía entonces dibujado por el triunfo germinal del euro y la subsiguiente pregunta de ahora qué; la conciencia de la abrumadora mayor competitividad y crecimiento de la economía norteamericana; la irrupción de Internet y el cénit bursátil de las nuevas tecnologías.
En vez de encargar un plan estructurado para completar la unión monetaria con la unión económica a partir de un Libro Blanco bien fundamentado, el primer ministro portugués, Antonio Guterres, improvisó una cumbre que pretendía aunar en pocas semanas la modernidad de la sociedad de la información con la agenda social del 'proceso de Luxemburgo' (1997). Este proceso, engendrado por la preocupación de los noveles líderes socialdemócratas (Lionel Jospin, Tony Blair, Gerhard Schröder) por completar la moneda única con una política de empleo, quedó a medio camino. Por culpa del también recién estrenado José María Aznar, sí, pero porque se lo toleraron aquéllos, al no establecer objetivos comunes vinculantes y no condicionar a éstos las subvenciones, por ejemplo, del Fondo Social Europeo. La mayoría socialdemócrata del Consejo Europeo está ahora pagando en las elecciones nacionales su dejadez y escasa ambición. Pero de momento Lisboa acabó subsumiendo y enterrando a Luxemburgo, mediando el protagonismo estelar del laborismo internáutico -Blair, excluido del euro, buscaba sacar cabeza- y la sumisa colaboración de la enseguida inane Comisión Prodi.
Como no había plan ni agenda ni tiempo, ni demasiada voluntad política de emprender grandes aventuras, se acudió al truco burocrático del engañabobos, vaciar los cajones de interesantes proyectos durmientes, buenas ideas a medio cocer y ocurrencias de última hora de los líderes, y juntarlo todo en un papel. Resultado, un popurrí desestructurado en el que se apelmazaban sin orden ni concierto, y con calendarios dispersos e incoherentes, buenas apuestas como la liberalización de las telecos o de la energía, la implantación de la Red en las escuelas, un objetivo de empleo (llegar a una tasa de actividad del 70%) carente de mecanismos para aplicarlo, salpicadas de intuiciones inconcretas sobre el I+D o la patente europea. Todo ello había de convertir a Europa, a diez años vista, en 'la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo'.
Para más inri, a esa mayonesa sin ligar cada presidencia le fue añadiendo elementos gratos a su electorado doméstico. Francia, una 'agenda social' en la cumbre de Niza. Suecia, la atención al medio ambiente y al 'desarrollo sostenible' en la de Estocolmo.
Naturalmente, ni la ciudadanía ni los mercados tragaron. Pero es que ni siquiera sus autores se creyeron a sí mismos, como revela que, dos años después, el balance de lo que ellos y sus Gobiernos han realizado o permitido realizar se aproxime al cero patatero, si se exceptúa un nuevo marco para las telecomunicaciones (con la apertura del bucle local y el registro de ayudas de Estado), la implantación de la Red en las escuelas y alguna otra propina muy menor. De la patente comunitaria, nada; nada de la liberalización eléctrica; del sistema de navegación por satélite Galileo, nada; del 'cielo único europeo', sólo las nubes; y de la política activa de empleo o de la flexibilización del mercado de trabajo (según los gustos, que no hay acuerdo de fondo), menos que nada. ¿Resultados prácticos de tanta nada? Otras nadas, apenas el aumento de siete décimas en la tasa de actividad laboral y un desempleo que vuelve a dispararse nada más cambia el ciclo; unos mercados financieros por unificar y la ventaja de siempre para el amigo americano.
En esto llega Barcelona. La presidencia española, con el apoyo de la esforzada vicepresidenta Loyola de Palacio, se empeña en destacar como gran reto de esta cumbre la pendiente liberalización eléctrica. El alcance de ese envite sería patético si no fuera ridículo, pues se trata al cabo de adelantar o atrasar ¡un año! el calendario previsto. Pero, ¿qué broma es esa? Bravo para la liberalización en sí, sobre todo si deriva en mayor competencia y no en edulcorar la persistencia de monos/duopolios. Pero es sólo un elemento para un mercado energético verdaderamente común, del que o no se habla o se fía a las calendas griegas: la posibilidad real y no teórica de la interconexión transfronteriza, la armonización de las fiscalidades sobre la energía (con el acuerdo, semiarchivado, sobre la ecotasa), el establecimiento de un organismo regulador a nivel europeo. Mientras no se avance por ahí, ahórrense los discursos sobre la necesidad de 'aproximar Europa al ciudadano'.Los líderes abordarán otros asuntos de interés (Galileo, la tarjeta sanitaria común, el banco para el Mediterráneo, la ayuda al desarrollo...) y cualquier acuerdo en uno de ellos merecerá un titular, porque será un avance, sea grande o milimétrico. Pero ninguno por sí solo, ni en pareja, justificaría el fatuo alarde de Lisboa, aquella pretendida conversión de Europa en 'la economía más dinámica del mundo'. De modo que habrá que rezar para que Javier Solana se saque algún conejo de la chistera de la trabajosa política exterior.
Pese a todas sus limitaciones, ésta es la primera cumbre del semestre español y la principal reválida de su calidad, pues en Valencia y Sevilla la presidencia gozará de menores márgenes. Es la primera vez que los candidatos del Este compartirán mesa de trabajo con los Quince. Por eso no se entiende que el presidente de turno, José María Aznar, haya roto, descortés, útiles usos comunitarios, como cierto grado de imparcialidad, al acusar a sus rivales ideológicos, los Gobiernos aún socialistas, de frenar la creación de empleo, y al prometer desde el podio del árbitro discusiones 'encarnizadas', como si la Unión fuese una chacinería, y su presidente semestral, un matarife. La España aznarita tendrá sus claros y oscuros, pero no puede presentarse como ejemplo para los Quince en ninguno de los asuntos que debaten desde mañana en Barcelona. Ni es líder en libertad de enganche a una u otra compañía eléctrica (le doblan alemanes, británicos y escandinavos), ni en empleo (aun siendo el país que más puestos ha creado, son los de peor calidad), ni en educación, investigación y desarrollo o penetración de Internet, baremos donde siempre se sitúa por debajo de la media comunitaria.
Donde quizá salte la principal sorpresa es en el entorno de la cumbre. El movimiento radical antiglobalización ha acumulado reveses y experiencia desde la tragedia de Génova: sabe ya que no puede tolerar infiltraciones violentas y que su futuro radica en cohonestar radicalidad de espíritu y viabilidad de propuestas, como sus gentes más responsables intentan, sobre todo desde Porto Alegre-2. Y se ve abocado a librar -en esta UE vocacionalmente llamada a ser 'laboratorio de la globalización', como reclamaba Delors- un pulso por la hegemonía con las formaciones reformistas que pugnan, ahora también desde la calle, por otra globalización y por una Europa de acentos distintos. Si los cortejos se desarrollan sin desgarro, si los europeístas críticos que al tiempo son institucionales alcanzan masa suficiente, si los pescadores violentos en río revuelto quedan circunscritos a su repugnante arroyo, si las fuerzas del orden no caen en la trampa de crear desorden (¡qué diferencia entre el discreto dispositivo de los Juegos Olímpicos y el de esta ocasión!)... si sucede todo eso y los Quince logran enterarse, entonces esta cita de Barcelona pasará, contra todo pronóstico, a los libros de texto.
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