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Columna
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Gran pantalla

Contó Benito Zambrano que Padre Coraje, su segundo trabajo de filmación, 'es una obra realizada ex profeso para la televisión, pero hecha como si fuese una película'. Y, aunque con dilataciones de tiempo sólo digeribles por las tragaderas de la televisión (nada menos que cinco horas de metraje), es ciertamente una película en toda la regla, es decir, una ficción cinematográfica pura, estricta, de gran severidad formal, por lo que conviene afilar la mirada, y contemplarla como tal película, para percibir en su plenitud lo que hay en ella de grave y comprometida exploración de un infierno verídico, definidor de una zona (o una herida) oscura de este tiempo y esta tierra. Y es Padre Coraje una amarga y dura, pero recta y vigorosa mirada a los despojos humanos hacinados en un pozo de dolor, horror y miseria española, andaluza, nuestra, íntima.

No era camino fácil para un cineasta que tuvo hace pocos años la magnífica osadía de destapar de golpe su talento con la tierna y hermosa conmoción de Solas recorrer el peligroso tramo de la puesta en pantalla y la filmación de su segunda película, esta Padre Coraje que fatalmente ha de someterse a un incómodo cotejo con aquélla. Y es sagaz la decisión de Zambrano de elegir un formato televisivo para superarlo, e incluso reventarlo desde dentro, y llenar con anchuras de cine las estrechuras de un telefilme. De ahí que Padre Coraje rompa los bordes de la pequeña pantalla y la convierta en gran pantalla.

De otra manera no cabría en la duración de Padre Coraje la rica, compleja, vivísima, terrible y turbadora galería de personajes que hacen estallar de negra elocuencia a este -a ratos majestuoso, por lo que tiene de tragedia fraterna y consoladora- vuelo rasante sobre la mugre y la desesperanza instaladas en las zonas inferiores, abismales, de los estercoleros humanos que segrega el relumbrón de la vida española. El coraje testimonial de Padre Coraje se hace así soporte de piedra para su vigor dramático, pues el sabor a verdad, a materia arrancada de la vida, de los destellos de la ficción cinematográfica creada por Zambrano roza lo excepcional. Son, entre muchos, el golpe premonitorio de la redada, el brote de espanto de la vida en la casa del matrimonio yonqui, los arañazos de seca violencia de la puta borracha, de su colega flamenca enrabietada, de la testigo llorona colgada, del episodio del chulo cubano, del puñetazo entre los ojos de la monja agonizante. Y, sobre todo, de la bajada al infierno de este mundo de un inmenso Juan Diego, que lleva a un inolvidable tú a tú con Vicente Romero y su genial creación de El Maquea. Y ambos hondos rostros tiran de un reparto recio y exacto, completamente vivo.

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