La carga del hombre blanco
He leído varias veces el artículo de Mikel Azurmendi, Inmigrar para vivir en democracia (EL PAÍS, 22-1-02), por si su abigarrada prosa, mi incorregible izquierdismo o ambas cosas me hubiesen impedido comprender adecuadamente su contenido, pero al final he debido rendirme a la evidencia. Dice lo que parece que dice, y no hay más... excepto que lo diga precisamente el presidente del Foro de la Inmigración, lo cual amenaza con convertir este lugar de encuentro en el escenario de un desencuentro. El resumen es bien simple: los inmigrantes son los principales responsables de sus propios problemas, mientras que lo que para la opinión pública y publicada ha sido el más grave estallido de racismo (colofón de una sistemática práctica de discriminación) sólo es tal en mentes calenturientas e izquierdosas.
Algunas personas simples o malintencionadas pueden pensar que hay empresarios que aprovechan, deliberadamente o no, la condición de no ciudadanos, o más aún de residentes ilegales, de los inmigrantes para imponerles salarios inferiores, empleos precarios, jornadas más largas, condiciones insalubres o un trato humillante, pero no hay tal. Pues lo que hay es simplemente, dice Azurmendi, un fuerte contraste entre los sacrificados hábitos de trabajo de los nacionales que levantaron la economía de El Ejido y la escasa disposición al esfuerzo de quien, como el inmigrante, 'no viene de una cultura de trabajo'. Aquéllos quieren explotar a éstos, pero sólo lo habitual: ni más que otros empresarios, ni más que a otros trabajadores. Sólo la explotación usual y ninguna discriminación por parte del empresario nacional, y apenas un handicap del lado del trabajador inmigrante.
Esta manera de ver al extraño cuyo trabajo se quiere gratis o a buen precio no es nueva, y nadie la expresó con la claridad y el sentimiento de Rudyard Kipling, el incondicional rapsoda del imperialismo, en su incomparable poema The white man's burden, con ocasión de la intervención norteamericana en Filipinas. Como Azurmendi, aunque en verso, Kipling se lamentaba tanto de la apatía de los nativos como de su ingratitud hacia los colonizadores (hoy se invierten los papeles de anfitrión y visitante, mas no los de explotador y explotado), pero animaba a éstos a soportar con estoicismo y heroísmo la carga del hombre blanco.
La principal queja del colonialismo siempre fue, precisamente, la escasa prisa de los pueblos colonizados por convertirse en sus siervos, sus sirvientes o sus asalariados y trabajar a su antojo. Ya Xuárez escribía a Felipe II que el indio era 'por naturaleza, holgazán, flojo y dado al ocio y al vicio'. Los funcionarios imperiales ingleses y los colonos holandeses no se recataban a la hora de retratar al negro perezoso o al indio indolente. Kipling no pudo dejar de hacerse eco: Y cuando estéis más cerca de vuestra meta / (buscando el bien de otros) / ved a la pereza y a la pagana ignorancia / echar por tierra todas vuestras esperanzas. Todavía a comienzos del siglo pasado se quejaba Freire de Andrade de que se acusara de querer la esclavitud o el trabajo forzado 'a quienes sólo deseaban arrancar al hombre negro del estado de ociosidad que le es tan caro'. En cuanto a los inmigrantes actuales, no sólo aborrecen el trabajo, sino que esperaban enriquecerse enseguida, quizá como cuando los españoles iban a hacer las Américas, allá donde los perros se ataban con longaniza, si bien, por lo visto, en aquéllos resulta imperdonable.
El segundo handicap de los inmigrantes es que carecen de dignidad. Ellos, porque vienen del sometimiento al sometimiento y a través del sometimiento. Haber nacido en un clan familiar, cruzar en patera o pagar por ello a la mafia no es 'ninguna disposición correcta sobre sí mismo' (sic). No hablemos ya de las mujeres que vienen a 'prostituirse y esperar que algún almeriense las rescate' o a 'quedar ensimismadas en el cierre doméstico' por el marido. Lo deseable sería que aprendiesen de nuestro ejemplo ('nuestras prácticas de dignidad personal') y supieran aprovechar las oportunidades que les brindamos ('el espacio de actos positivos de su propia construcción personal en libertad') (¡resic!), pero, ingratos ellos y atizados por el izquierdismo universitario, se llenan de 'animosidad' y nos llaman racistas. Menos mal que podemos encontrar consuelo y aliento, de nuevo, en Kipling: Aceptad la carga del hombre blanco / y recoged su vieja recompensa: / la acusación de aquellos a quienes eleváis, / el odio de aquellos a quienes protegéis, / las quejas de quienes conducís / (¡Ay, más despacio!) hacia la luz.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad, asegura Azurmendi. Empieza por declarar que ellos son más racistas, pues en África existe 'al menos tanta xenofobia como aquí, pero allí hasta llega a ser una virtud'. Esto también resulta familiar: recuerda aquellas justificaciones de la esclavitud sobre la base de que ya existía en África, o que eran los africanos los primeros que vendían como esclavos a otros africanos (olvidando que la esclavitud comercial, la chattel slavery, sólo fue introducida por árabes y, sobre todo, europeos). Entre nosotros, sin embargo, hay racismo porque no lo hay, o no lo hay porque lo hay, o hay algo porque no hay casi. Puesto que el racismo se define en contraposición con las ideas y las prácticas igualitarias, el mero hecho de que aquí nos preocupemos por ser racistas viene a demostrar que no somos racistas. ¿Suena familiar, también? El argumento parece inobjetable, pero es un puro sofisma. Es cierto que el racismo, como cualquier forma de discriminación, se define en contraste con el discurso liberal de la igualdad entre los individuos, pero no es menos cierto que este discurso ha precisado más de dos siglos para acercarse al universalismo, pues toda la igualdad, la autonomía y la dignidad humanas que a Azurmendi le parecen una vacuna contra el racismo les han sido negadas durante mucho tiempo no sólo a las otras 'razas' (no importa lo que esto signifique), sino también a las mujeres y a los pobres. ¿O no han sido, precisamente, los siglos XIX y XX, una larga lucha por esa universalización? Y, si en el interior de las sociedades liberales y democráticas, puede decirse que ya se ha recorrido un largo camino por encima de las barreras de clase, de género y de edad, hacia el exterior hay todavía bien poco de lo que congratularse.
Todo el artículo de Azurmendi podría considerarse un ejemplo de esa alquimia moral sobre la que llamaba la atención Robert K. Merton: 'Yo soy firme, tú eres tozudo, él es obstinado'. El ansia explotadora de los nacionales se reduce a una mera prolongación de su 'cultura de trabajo', de 'su fuerza y su ánimo', de su hábito de esforzarse 'de sol a sol'; la resistencia de los extranjeros se transforma en que 'no quieren trabajar', o, al menos, 'no como ellos', aunque sea por ese handicap de 'no venir de una cultura de trabajo'. La emigración de los europeos fue siempre vista como una muestra de valor e iniciativa (a pesar de que muchos de ellos emigraron a través de fórmulas de enganche, colonato, indenture y otras similares, distintas del actual endeudamiento con las mafias tansfronterizas sólo porque eran legalmente aceptadas, que los sometían a servidumbre durante largos periodos), y Azurmendi parece a menudo admirado ante esos héroes de la migración interior que poblaron El Ejido; pero el necesario paso por la irregularidad de los actuales inmigrantes extranjeros se presenta como una muestra inequívoca de su propensión a perder la dignidad o como una demostración de que nunca la han cultivado. Por supuesto, nada que ver con el color de la piel: nos encontraríamos ante ese racismo sin razas del que nos hablan Taguieff o Balibar, distinto del racismo vulgar en que todo lo atribuye a la cultura, pero concibiendo ésta como una segunda naturaleza.
Sin embargo, otra visión es posible. Vengan de donde vengan y vayan adonde vayan, los inmigrantes, propios o ajenos, siempre se han distinguido por su disposición a aceptar los trabajos menos deseables en el lugar de destino y a soportar un trabajo mucho más intenso que en su medio de procedencia, fuera con carácter definitivo o como una fase de acumulación de capital; jornadas más largas, una vida frugal, fuerte ahorro, tareas que en su medio original considerarían indignas, etcétera, que pueden no tener su origen en una cultura del trabajo, pero, desde luego, conducen a ella. Por otra parte, me resulta mucho más fácil que lo contrario ver altas dosis de dignidad humana y de autonomía individual en la peligrosa e incierta aventura que, para la mayoría, constituye la inmigración, así como en el mantenimiento de los lazos y obligaciones solidarios con la familia, el clan o la comunidad originales. Por supuesto, esto no debe conducir a un desarme de la sociedad de acogida ante el inmigrante, como si solamente tuviese obligaciones con él o su integración estuviera exenta de problemas: ni tienen por qué ser ángeles, ni su situación les ayuda a serlo. Pero debemos recordar que no cabe culpar al extranjero por no haber elegido la patria adecuada al nacer, pero sí hay que apreciar en el inmigrante la iniciativa de buscar una vida mejor, para sí y para los suyos. Y ayudarle en el empeño.
Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.
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