El misterio hecho voz
El argumento es conocido pero debemos recordarlo de nuevo. Emily Dickinson (1830-1886), la poeta norteamericana del siglo XIX más importante junto con Walt Whitman y una figura universal de la poesía de ese país, apenas salió nunca de su casa (Amherst, Massachusetts). Nunca publicó un libro y sí únicamente ocho poemas que aparecieron sin su nombre y deformados por las ignorantes intervenciones de sus editores. Vivió una historia de amor imposible con el pastor protestante Charles Wadsworth que dejó una huella en su poesía. Cuidó de su madre enferma como si fuera su hija y fue amiga de sus hermanos, Lavinia y Austin. Cuando murió, fue Lavinia quien descubrió los fajos de sus poemas inéditos (1.775), atados con cintas y escondidos en cajones e hizo lo posible para que fueran editados en 1890. Así empezó la leyenda Dickinson.
Sin embargo, tardaron en aparecer completos y libres de deturpaciones. Sólo en 1955 apareció la que pasa por ser la edición canónica de su poesía. Después vinieron (1958), en tres tomos, sus prodigiosas cartas, que compiten con los poemas en intensidad, clarividencia y misterio, pero que añaden una dimensión más autobiográfica que nos devuelve una Emilia más de carne y hueso. En esa correspondencia descubrimos, por ejemplo, el carteo que mantuvo con el literato (nunca mejor dicho) T. W. Higginson, su casi única ventana a la que podríamos llamar mundo literario de su época, quien apenas comprendió la poesía de su corresponsal pero de la que dejó testimonios de imprescindible interés. En ese espistolario se hallan algunos de los ramalazos dickinsonianos más impresionantes sobre su condición de escritora superior que humildemente se ponía en manos de quien no podía comprenderla ni tampoco impresionarla (Dickinson nunca hizo caso de sus sugerencias porque sabía de sobra qué clase de poesía era la suya, así de sencillo).
La poesía de Dickinson es extremadamente original y novedosa, entonces y ahora. En su tiempo, era gigantescamente novedosa; ahora, en relación con según qué parámetros literarios, también puede ser poderosamente amenazadora (¿cuántos Higginson la rechazarían hoy por compleja, hermética o incomprensible?). Su forma de abrirse paso en la sociedad literaria angloamericana necesitó de la coincidencia de los fervores modernistas que veían en ella -como en cierto modo en Hopkins, con quien tiene más de un punto de contacto- una adelantada de las rupturas que ponían fin al dominio del XIX. De la misma manera que en los metafísicos del XVII -Donne, Herbert, Vaughan, Crashaw, Marvell-, se vio en ella una poeta plenamente consciente de que la poesía erige su máxima grandeza y distinción cuando su lenguaje atenta contra las más inanes convenciones del lenguaje ordinario pero también del lenguaje literario heredado.
Para nosotros, hoy, la poesía de Dickinson es ante todo una aventura interior de dimensiones inatrapables y eso es lo que nos asombra de ella. Su poesía no es una ingeniosa demostración de malabarismos lingüísticos -en su caso, conceptistas-, sino un intento de comprender, por medio de un lenguaje novedoso, una experiencia interior en donde se conjugan amores inconmensurables en los que la vida escala sus máximas cimas y terrores por los que se accede a sus más tenebrosas galerías del alma. En sus mejores momentos siempre deslumbra, y lo hace de una manera muy misteriosa, porque en realidad muchas veces no la entendemos, no sabemos bien qué quiere decir, pero eso, en lugar de incomodarnos, nos produce un soberano placer y una sensación de estar llegando lejos gracias a ella, aunque tampoco sepamos exactamente qué lugar lejano sea ése. ¿El lugar del conocimiento absoluto? ¿El lugar de la absoluta verdad? ¿El lugar del más inconmensurable misterio? Por tanto, hay un hermetismo en su poesía pero no programático, resabiado, culturalizante sino, por decirlo así, connatural a la extremosidad de sus propias vivencias interiores, profundas y enigmáticas como pocas. Además, Dickinson se inventó un lenguaje que no se parece, en su tiempo, al de nadie. Sus incómodos guiones utilizados en lugar de otra forma de puntuación, su sintaxis -apoyada en ellos- tan extravagante, sus elipsis tan extremas, sus asociaciones metafóricas tan inusitadas, su léxico entre innovador y arcaico al tiempo: ¿Quién no le diría -como Higginson- que allanara su estilo para hacerlo gregario?
Cuatro volúmenes antologan la poesía de Dickinson en ediciones siempre bilingües. La más nutrida es la de Villar Raso (Hiperión) y la más magra, la de Rodríguez Monroy (Alianza). Detecto -llamémosles así- dos estilos de traducción. Por un lado, el de Pujol y Oliván, que tienden a dulcificar las intemperancias estilísticas dickinsonianas (Oliván además suele insertar palabras comodín inoperantes -muy, bien, simple, propio, mismo- para suavizar el verso que nunca es suave en Dickinson -no entro ahora en muy discutibles interpretaciones de ciertos pasajes. La apelación a la libertad traductora no es una excusa para no respetar ciertos significados, inapelablemente ésos, y no otros-); Pujol parafrasea en exceso -también para allanar el camino-, y desvirtúa así la cortante y desconcertante sintaxis dickinsoniana. Villar Raso y Rodríguez Monroy tal vez sean los menos literaturizantes y brillantes (son, por cierto, los únicos que respetan los raros guiones del original) y se ajusten más -con todas las incomodidades que eso crea para la belleza- al estilo cortante (y desconcertante) del original, nunca suave, nunca convencionalmente poético puesto que en su día se erigió contra todas las convenciones, y ni sus amados (as) Robert y Elisabeth Browning, Emily Brontë, Wordsworth, Byron, Keats o Shakespeare (con la salvedad de este último) dejaron huella visible en ella (de su tiempo, no leyó a Poe ni a Whitman, ni tampoco a Melville, aunque sí a Emerson y, algo más lejanos, a George Eliot y Dickens). Las citadas versiones son, en todo caso, las más fieles, las que cargan sobre sus espaldas con el peso de las peores y menos embellecibles rarezas del original. Que el lector soberano escoja.
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