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Columna
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Libertad

No, la libertad no es una casa familiar, en la que nos hacen el desayuno y nos planchan la ropa. Tampoco es una mañana de domingo, con los relojes suavizados por el horario de la fiesta. La libertad se parece a la oficina de los lunes, con el teléfono sonando cada cinco minutos y las agendas manchadas por la tinta de los problemas urgentes. La libertad es un lugar demasiado solitario, inevitablemente solitario, en el que se deben tomar decisiones, y en el que hay que responsabilizarse de las decisiones tomadas. Por eso llueve casi siempre en los lunes eternos del corazón y la inteligencia, y hay nubes negras en el cielo de las oficinas, y las tazas de café piensan con envidia en los días de sol, recordando el murmullo indolente de las olas y el silencio despreocupado de los teléfonos. La libertad no es un salvoconducto en blanco, ni un certificado de inocencia, ni una geografía de algodón y azúcar en la que se pueda descargar la culpa sobre la espalda de los demás.

La muerte de los dos jóvenes en la fiesta malagueña ha supuesto una historia trágica, rodeada de síntomas tristes. En medio de la desgracia y de la conmoción familiar, me llamó la atención la naturalidad con la que algunas personas protestaban por la falta de eficacia de los registros policiales en la puerta. Parece que es normal, rutinario, que a uno lo registren cuando va a entrar en una fiesta, para ver si los pliegues del cuerpo o los fondos de la ropa esconden pastillas. Como todo el mundo es culpable hasta que demuestre su inocencia, tendré que acostumbrarme a que me registren cada vez que salgo a la calle. En vez tener un nombre, dos apellidos y una conciencia, tendré un vigilante social capaz de convertirme en un caso, en un problema sociológico. Si tomo una decisión dañina para mí, la culpa no será mía, sino del vigilante que ha registrado mal mi ropa, y de los policías que no me detuvieron en la misma puerta de mi casa o de mi pensamiento. Convertido en oveja, esperaré al pastor que me enseñe el camino y me diga dónde debo comer, cuándo debo dormir y a qué perro debo obedecer.

En la organización de la fiesta de Málaga se cometieron muchos disparates. Puede pensarse, incluso, que este tipo de fiestas son un disparate, algo todavía más sórdido y más convencional que los antiguos bailes de casino, con los curas y las madres vigilando la posición de las manos y las distancias de los cuerpos. Pero ninguno de los disparates cometidos tiene relación directa con la muerte de los dos jóvenes, mayores de edad, responsables a la hora de decidir a qué lugar iban y qué drogas consumían. Cuando alguien levanta la mano y pide la palabra, debe responsabilizase de sus opiniones, porque la libertad no es un balneario, sino una habitación de hotel. Hay que decidir la ciudad, escoger hotel, o la pensión, rellenar el formulario y firmar donde pone el viajero. Declararse inocente, víctima de la propia historia que uno protagoniza, es tanto como renunciar a la capacidad de decisión, ponerse en manos de los vigilantes, aceptar que a uno lo registren en la entrada de las fiestas. Podemos acompañar en su dolor a los padres de los jóvenes fallecidos, pero no podemos acompañarlos en sus denuncias.

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