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Crítica:ESTRENO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Kafkita

Aunque aguado, al compartirlo con Joel Coen por la película más sosa que éste ha hecho, David Lynch ganó el premio al mejor director en el Festival de Cannes por esta brillante y retorcida, artificiosa y, obviamente, sobrevalorada Mulholland Drive, reducción de Kafka a Kafkita en alrededores de un Sunset Boulevard de laboratorio posmoderno y pijo, que también puede darle un Oscar dentro de un par de semanas.

En Mulholland Drive, este elegante y listísimo cineasta estadounidense -maestro en la argucia de hacer pasar como flotaciones contra la corriente a mercancías con deriva descaradamente a favor de ella- es un sagaz vendedor de neveras a esquimales, que recupera aquí su gusto por el guiño de complicidad a la capilla de adoradores que fabrican iconos de papel con sus películas. Y, con astucia y osadía, nos endosa otro de sus célebres gatos travestidos de liebre, que aunque no alcanza el grado de impostura de aquella irrisoria película que dedujo de su serie televisiva Twin Peaks, se acerca a ella en lo que tiene de despliegue de retórica esotérica y de resurrección del viejo, pero cada día más vigente, juego al falso vanguardismo consistente en hacer volar pirotecnias de ideas destinadas al asombrado y boquiabierto burgués, o esquimal, de turno.

MULHOLLAND DRIVE

Dirección y guión: David Lynch. Intérpretes: Justin Theroux, Naomi Watts, Laura Harring, Ann Miller, Robert Forster. Fotografía: Peter Deming. Música: Angelo Badalamenti. Género: thriller. EE UU-Francia, 2001. Duración: 145 minutos.

El premio en Cannes al Lynch de Mulholland Drive es también merecido si con él se quiere hacer olvidar que tres años antes se dejó de premiar allí a su sencilla, conmovedora y excelente -no es, en modo alguno, casual que no la escribiera él- Una historia verdadera. Y también es un premio justo si lo que se quiere es distinguir el arte, o más bien artilugio, de hacer rizos, a veces preciosos y casi siempre preciosistas, propios de un virtuoso dominador de los juegos de los volúmenes y los tiempos de los encuadres, que en eso David Lynch es todo un maestro y lo ha demostrado, además de en Una historia verdadera, en su otra gran obra, El hombre elefante, además de en bellas ráfagas de otros filmes, como Corazón salvaje.

En estos filmes, Lynch logra alimentar su bien engrasada, y a veces muy afinada e incluso refinada, maquinaria de fabricar misterios con rasgos de verdadera vida, expresados en comportamientos veraces de gentes veraces, reconocibles como congéneres, como vecinos, que no es precisamente lo que les ocurre a los fantoches que deambulan en las oquedades de Mulholland Drive, que quienes no se sienten cobijados bajo ellas tienen derecho a llamar por su nombre, vacíos. Y es el vacío lo que llena las tacadas de exquisiteces esotéricas que flotan dentro en este oscuro filme oscurantista, del que su propio urdidor juega a hacernos creer que él tampoco entiende qué demonios ocurre al final, ni en medio, en un rizo irrefutable del juego a épater le bourgeois, del que Lynch es tan consumado virtuoso como de la mecánica de la dirección de películas.

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