La bicicleta europea
'Si la Convención fracasa, Europa puede desmembrarse', ha dicho solemnemente Valery Giscard D'Estaing al comenzar los trabajos del foro encargado de dibujar el futuro de la Unión Europea. Las palabras del expresidente francés expresan con claridad un temor generalizado: el de que sea poco menos que imposible buscar un consenso suficiente entre los distintos intereses presentes en este asunto. Y es que los resultados de la Convención sobre el futuro de Europa, previstos para dentro de año y pico, representarán el compromiso de una más plena integración europea o el comienzo de un retroceso en dicho proceso integrador. En todo caso, lo que no podrá ser es que las cosas continúen como ahora.
Vista en perspectiva, la historia de la construcción europea se asemeja bastante a la marcha de una bicicleta, siempre dependiente del pedalear del ciclista. Mientras los pedales sigan moviéndose, la bicicleta avanza. Si dejan de hacerlo, la bicicleta acabará por caer al suelo. No hay término medio. En Europa, el proceso también fue siempre así. Comenzó por la libre circulación de mercancías, para lo cual fue precisa la eliminación paulatina de los aranceles existentes entre sus miembros. Pero claro, una zona de libre comercio con distintos aranceles frente a terceros era inviable, pues los productos del exterior siempre elegirían la entrada más fácil de entre todas las posibles. Así, el arancel externo común, y la creación de una unión aduanera, se abrieron paso como condición necesaria para que el invento no se fuera al traste. Entonces surgieron nuevos problemas. Para que el nuevo mercado común funcionara, los Estados miembros no podían tener normas diferentes que afectaran a la producción, pues la competencia estaría demasiado mediatizada, y fue necesario plantear normas industriales, agrícolas, medioambientales, y otras de muy diversa índole. Después tuvieron que eliminarse las restricciones a la libre circulación de capitales y, finalmente, de personas. La existencia de diferentes monedas pasó entonces a ser el nuevo obstáculo a batir, para lograr que los tipos de cambio entre las mismas no impidieran la fluidez de los intercambios, iniciándose la marcha hacia la unión monetaria que hoy conocemos.
Hasta el momento, las presiones del mercado han venido siendo suficientes para continuar pedaleando y evitar la caída de la bicicleta. Sin embargo, durante dicho proceso, la Unión Europea se ha convertido, en la práctica, en el ámbito en el que se decide la gran mayoría de las cuestiones que afectan a nuestra vida cotidiana, lo que pone en primer plano el debate sobre cómo y quienes han de tomar esas decisiones en el futuro. Aparece entonces una nueva disfunción: la derivada de la existencia de unos sistemas de representación política vinculados principalmente al ámbito del Estado-nación, cuando los procesos económicos y sociales no se dan ya únicamente en ese ámbito. Se hace necesario entonces dar un nuevo paso en el sentido de adecuar lo político a lo ya logrado en lo económico. Pero aquí nos encontramos ante un asunto mucho más complejo y delicado, en cuanto afecta a la esencia misma de los Estados nacionales, principales sujetos de la historia contemporánea en nuestro viejo continente
Pero es que, además, durante las últimas décadas, tendencias fuertemente descentralizadoras -fenómeno por otra parte no exclusivamente europeo- han ido cobrando fuerza, no sólo como respuesta a la uniformización cultural y social, sino también como fórmula más adecuada para impulsar una gestión pública más eficaz y una administración más cercana a la sociedad. Naciones sin Estado, regiones, y entes subestatales diversos, que necesariamente han de tener su papel en el futuro de la Unión Europea, una vez que los Estados-nación se han visto privados de algunos de sus principales atributos, como la existencia de mercados y monedas nacionales. Y esa también es una cuestión importante, mal que les pese a algunos ciclistas como Aznar, que pretenden parar la bicicleta o, lo que es aún más complicado, hacer que marche hacia atrás.
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