Me gusta Cruyff
Por muy alejado que esté del Camp Nou, un rato con Johan Cruyff como el que nos regaló ayer en el Colegio de Periodistas todavía resulta más gratificante que dos partidos seguidos del Barça contra el Roma en la Liga de Campeones. Por no hablar ya de la conferencia del ministro de Asuntos Exteriores, Josep Piqué, que a la misma hora y en el mismo sitio platicaba sobre la Unión Europa y la cumbre que se celebrará en Barcelona entre las visitas al estadio del Liverpool y del Real Madrid.
Pese a su condición laboral de ex jugador y ex entrenador, el ideario futbolístico de Cruyff permanece tan vigente como aplastante es su filosofía de la vida, que, entre otras cosas, pasa por aseverar que 'el agua está muy bien cuando uno tiene sed'. Puede que parezca una perogrullada. En su boca, en cambio, es una declaración de principios que suscriben todos sus fieles, agrupados en la generación Cruyff, cuyo leit motiv consiste en mirarse las cosas con los ojos del maestro, del dalai lama, de nuestro señor, del sursuncorda o como se quiera, por no llamarle Johan, que suena demasiado familiar para un asunto tan trascendental.
'Le doy crédito a Van Basten: 'Si he tenido diez entrenadores, uno me enseñó algo, tres no me estropearon y seis intentaron joderme'
Aun cuando es de los que peor hablan, a Cruyff se le entiende mejor que a nadie. Oírle, consecuentemente, puede resultar más reconfortante que leerle, y de ahí el mérito del libro presentado ayer con el título Me gusta el fútbol, exquisitamente editado por La Magrana en catalán y RBA en castellano, con prólogo de Sergi Pàmies, cuyo trabajo es tan impecable profesionalmente como honesto desde el punto de vista personal. Respetando sus sentimientos, fiel al cruyffismo que le persigue 'desde los nueve años', Pàmies no sólo ha sido escrupuloso con el pensamiento de Cruyff, sino que lo ha puesto en solfa de manera inteligible, amena, agradecida y dulce, y ha 'traducido' al autor sin hacerle decir lo que no dice, como a veces nos gusta a los periodistas, y no precisamente sólo a los deportivos.
El rigor de Pàmies permite reencontrarnos con un Cruyff entre escéptico y divertido, nada polémico y muy pedagógico, más próximo al seny que a la rauxa, aunque siempre inteligente y dicharachero. Proclama Pàmies: 'Ha sido como estar con Picasso y hablar de pintura'. Y Cruyff se ríe, consciente de que cuanto dice en el libro es lo mismo que creía hace tres años y pensará dentro de 10, porque al fin y al cabo se ha inventado ya la manera de combatirle, pero nadie ha conseguido todavía superarle con sus propias reglas ni desarrollar su idea del juego de ataque, expresada en un dream team que aún despierta tanta nostalgia en aquellos a los que les gusta el fútbol como en los que nunca le vieron el truco hasta encontrarse con Cruyff.
'Hay que volver a los orígenes', explica, en un libro que huye tanto de los personalismos -ni siquiera cita, por ejemplo, a Núñez- como se abraza a los conceptos. Cruyff propone recuperar el 'fútbol callejero' -'ahora no hay calles, pero sí parkings para practicar'- porque la única manera de reencontrarse con la técnica es a través de la dificultad. 'Mis dos obsesiones han sido siempre la técnica -es decir, poder hacer lo que yo quiero- y la posición -o sea, buscar la colocación más sencilla para llevar a cabo lo que tengo que hacer'-. Defiende a los enseñadores frente a los entrenadores: 'Si tú no sabes hacer una cosa, no puedes enseñarlo. Lo malo es que a los jóvenes que destacan por creativos y técnicos les sacan de sus equipos, y por eso cuesta tanto encontrar jugadores como Aimar y Saviola. En eso hay que darle crédito a lo que dice Van Basten: 'Si he tenido diez entrenadores, uno me enseñó algo, tres no me estropearon y seis intentaron joderme'. Después de advertir que 'la lógica dice que si el que manda es flojo, los demás son todavía más flojos', antepone el vestuario y sus reglas a cualquier directiva o consejo de administración: 'No puede ser que un suplente cobre tres veces más que un titular ni que uno de 20 años cobre más que uno de 27'. Fustiga la mercantilización del juego, por creer que el dinero ya no está en el banco ni en el campo, sino que puede encontrarse en los bolsillos: 'Allí donde hay mucho dinero suele haber mucho buitre'. Y frivoliza sobre la táctica: '¿Cuál era la calidad de Manolo Desmarcarse. Pues lo mejor era no marcarle y arreglado. ¿Qué era lo mejor de Camacho? La manera como defendía al delantero. Solución: no ponerle un punta y evitar la marca'.
Diagnosticados los males del fútbol, Cruyff propone su saneamiento respetando el reglamento y, en cambio, renunciando a la tecnificación y a la estadística propia de los americanos, cuyos 'deportes más importantes se juegan con la mano y, por tanto, son más fáciles de cuantificar que el fútbol'. Cruyff aboga igualmente por mantener la regla del fuera de juego y elaborar el calendario único, defiende las selecciones nacionales como elemento diferenciador -'cada equipo debería tener sobre el campo a cinco jugadores seleccionables por el país en que compite'- y aboliría el gol de oro e impondría el shoot-out -parecido a la falta directa del hockey sobre patines- frente al clásico.
El suyo puede parecer un discurso obvio, desfasado o romántico para los que hoy llevan la bandera del fútbol. Quienes, por el contrario, entienden el juego como una manera de disfrutar de la vida a partir de la pelota le extrañan, porque cada partido con Cruyff era una aventura. Una vez que le quitaron el balón, no queda otro consuelo que ir a escucharle a misa de doce, como ayer, conscientes de que si a Cruyff le gusta el fútbol, a muchos les gusta el fútbol por Cruyff. Así que a muchos siempre nos gustará Cruyff.
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