Con los esquís en el cogote
El berlanguiano episodio del fingido español drogado en las pistas nevadas de la ciudad de los mormones es otra consecuencia de la compulsiva disposición del gobierno a colgarse medallas como sea
Jhoannito
Se ignora si el Aznar de los aznares (o Eduardo Zaplana, qué más dará), recibió clases del esquiador fulero en sus vacaciones de Baqueira Beret, pero lo cierto es que ese episodio chusco de dopaje sobrevenido cuadra de forma admirable a la política del partido en el gobierno, que trata de apropiarse de lo ajeno mientras hace de calamar difuso con sus triunfales errores. Esto es auténtica política nacional. Un atleta del montón y problemático se desliza hacia la piratería bajo pabellón de conveniencia española para ganar tres medallas en entredicho, y la recomendación del jefe a la ministra del deporte es que lo cuiden. Esta gente compra cualquier cabra que pueda rentabilizar, ya sea el esquiador alemán o Irene Papas, y después pasa lo que pasa. Y lo que pasa es que en cualquier modalidad del turbio negocio humano es necesaria la regulación de los controles, siquiera sean los medicamentosos.
Fellini, cariño
Se cumplen estos días 82 tacos del nacimiento de Fellini y casi 10 de su muerte, y viendo otra vez Ocho y medio (en el maldito vídeo, porque es que ya no la pasan en los cines), no hay más remedio que reconocerla como la película más puñeteramente majestuosa de la historia del cine que nos deja. A su lado, los homenajes que ha tratado de rendirle un ingenioso como Woody Allen tienen la altura de la orquestina fallera en relación con los estándares musicales que remeda. Si el lector ha visto Annie Hall, recordará la escena en que en una cola del cine un espectador perora sobre Marshall McLuhan cuando el comunicólogo sale de un cartel publicitario para refutar sus tonterías. Esa aparición estaba reservada para Fellini, que se negó a hacerla, y entonces Woody dijo que Fellini era un mago sin corazón y que sus películas le aburrían. Se ve que no lo bastante como para desdeñar copiarlas con gracejo pero sin gracia. Fellini, que era una mala persona, se vengó sacando a un sosias de Allen entre los ridículos fenómenos televisivos de Ginger y Fred. Y jamás trató de imitarlo, claro.
Qué le vamos a hacer
Los primeros síntomas son irreversibles. No ya los vecinos, que siguen con el tuteo de siempre, como si no pasara nada en relación con el tiempo o como si participasen de un complot innominado según el cual nada definitivo debe suceder. Eso carece de importancia. Es más bien la extrañeza al ser interpelado en la calle por una persona joven que pregunta por una dirección y no vacila en recurrir de entrada a la distancia del usted. De vuelta a casa, se rumia que eso ha ocurrido alguna vez con vecinos estudiantes, aunque menos con las vecinas adolescentes (si no es una burda ilusión tocada de melancolía), antes de mirarse la jeta ante el espejo y tratar de entender qué pasó en ella. No es que la edad que cuenta debería arder de furia, al caer el día -como dijo el poeta del que Bob Dylan tomó el apellido-, pero, vaya. Curioso lo raro que se puede llegar a ser siendo uno mismo.
Niñas por galletas
De todos los favores que se pueden comprar con dinero, el más indigno será siempre el sexual cuando se fuerza desde situaciones disimétricas. Resulta escalofriante que personal adscrito a misiones de las que se llaman humanitarias en países africanos no desdeñen la violación de niñas y niños apenas púberes a cambio de golosinas o de un par de galletas internacionales. Ignoro qué clase de sujeto humanitario hay que ser para consumar sin tristeza ni sobresalto ese trueque de ignominia. Será que son muy hombres ellos, o que temen que les salgan granos si recurren al autoerotismo. De lo contrario tampoco se entiende que ni siquiera se molesten en usar condones en países donde el aborto está perseguido. Incluso la propensión genérica a aprovecharse de la necesidad ajena debería detenerse en los límites de la decencia humana.
Veigvillaexcusa
Es posible que el chico que hace de director general de nuestra tele fuera en su ajada juventud frecuentador de algunas lecturas interesadas -a saber, de Marx a más, de Lenin un poquitín, de Mao con cuidao, de Marcuse no se abuse, etcétera-, pero hasta el más lerdo de los lectores sabe que carece de todo interés informativo el libro negro firmado por el Jefe que, para acabarlo de arreglar, se ofrece como remate de fin de temporada en la feria del libro de ocasión en las casetas de la Gran Vía. Parodiando a un gran escritor, diría que todas las desvergüenzas se parecen, mientras que las arrogancias lo son cada una a su manera. Y la manera de esa arrogancia particular es el servilismo, una curiosa y antigua propensión de lacayo estepario que al fin ha encontrado el sitio que conviene a la impunidad de su ejercicio.
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