Los retos del pacifismo
Francesc de Carreras, en su artículo Tras la insumisión (EL PAÍS, 7 de febrero de 2002), señalaba que las expectativas de cambio generadas tras la crisis del 11 de septiembre se habían desvanecido. A partir de esta tesis, que comparto, el autor achacaba, a mi entender muy forzadamente, a la insumisión y al pacifismo parte de responsabilidad en la militarización que se nos viene encima, así como en una supuesta baja movilización ante la guerra. Creo imprescindible hacer algunos comentarios al respecto.
Para empezar, no comparto que se endose a los insumisos que haya ejército profesional. El servicio militar era una rémora del pasado y un símbolo claro de la cultura de violencia promovida por los gobiernos. La objeción y la insumisión intentaban liberar a los jóvenes del adoctrinamiento militarista y, en segundo lugar, generar un debate social, hasta entonces inexistente, acerca del ejército y la defensa. Objetores e insumisos tenían claro que, profesional u obligatorio, un ejército es un ejército. Y sabían que abolir la conscripción era un paso, no el objetivo final del pacifismo. Por lo demás, es evidente que cuando las reivindicaciones de los movimientos sociales obtienen respuestas del poder político, éstas no suelen ser las deseadas. En parte, tienen algo de victoria (sin la reivindicación no se hubiera dado ese paso), en parte suponen nuevas contradicciones y, finalmente, pueden ser perjudiciales en la medida en que parece que con la respuesta se ha terminado el problema. En otros ámbitos (ecologismo, feminismo, etcétera) hay ejemplos parecidos. Ahora bien, ¿eso quiere decir que, para evitarlo, un movimiento social debería dejar de trabajar ante el peligro de que el poder político responda en una dirección no totalmente satisfactoria? No me parece demasiado lógico, la verdad.
Sobre la supuesta baja movilización ante la guerra, hay que decir que en todo el mundo se han realizado numerosas manifestaciones, y que en Barcelona se registró una de las más importantes. A pesar de ello, no creo que la vitalidad de un movimiento deba vincularse al grado de movilización en la calle. Los movimientos sociales evolucionan y encuentran nuevas formas de intervención: no sólo de protesta, también propositivas. El movimiento por la paz, las ONG de desarrollo o los grupos de derechos humanos no sólo se quejan, también elaboran alternativas e intentan que sean tenidas en cuenta. En Cataluña, es cierto que el pacifismo convoca menos manifestaciones que en la época de la OTAN o de la guerra del Golfo, pero también lo es que, ahora, está más incardinado socialmente que entonces: formación sobre paz y conflictos en la universidad, acciones educativas por la paz, etcétera. Hay también una nueva generación de gente joven interesada por la paz, más allá del tema de la mili.
A pesar de las discrepancias, el artículo de Carreras me parece una interesante oportunidad para abrir un debate sobre los retos del pacifismo en la situación actual. En el nuevo escenario de la globalización, la endeblez de las instituciones internacionales multilaterales, el mantenimiento de las políticas militaristas, la prioridad de intereses económicos y geopolíticos por parte de las potencias en muchas zonas en conflicto, hacen pensar que el nivel de actuaciones bélicas se mantendrá o se incrementará. Si queremos evitarlo, debemos impulsar nuevos valores y nuevas políticas.
En nuestra sociedad, y en el sistema internacional, la cultura de violencia está muy arraigada. Así, es imprescindible profundizar en una cultura de paz, basada en el diálogo y la cooperación, que vaya superando la intolerancia, el autoritarismo o la violencia como forma de regular los conflictos. Los gobiernos y los medios de comunicación han de ser conscientes de su responsabilidad y optar entre la creación de una cultura de paz o el mantenimiento de una cultura de violencia.
Pero cambiar los valores sin cambiar las políticas es insuficiente. Debe impulsarse la prevención de conflictos ya que lo más humanitario y efectivo no es reaccionar cuando los desastresson imposibles de gestionar, sino avanzarse al estallido de guerras y crisis. Los poderes políticos y económicos deben asumir que si no se toman en serio la defensa de los derechos humanos nuestro mundo estará abocado a crisis continuas. Hay que entender, y las prioridades políticas deben reflejarlo, que la seguridad no pasa por reforzar los ejércitos, sino por afrontar las causas reales de los conflictos: la pobreza y la desigualdad, la vulneración de los derechos humanos y una extendida cultura de violencia. Por ello, inexcusablemente, hay que avanzar hacia el desarme y la desmilitarización. Así, conseguiremos una política internacional más segura y, además, liberaremos un montón de recursos económicos (800.000 millones de dólares anuales de gasto militar -920.000 millones de euros; es decir, 153 billones de pesetas-) o de recursos científicos (cerca de 500.000 científicos de todo el mundo dedican sus esfuerzos a investigar nuevas armas) para tareas más urgentes y positivas. Finalmente, es obvio que necesitamos nuevas estructuras: para gobernar la globalización económica de forma democrática y para permitir una política global de prevención de conflictos, de defensa de los derechos humanos y de gestión de crisis complejas, debemos profundizar, reformar y democratizar Naciones Unidas.
Creo que estas pueden ser algunas pistas de trabajo para el movimiento por la paz y para todos los sectores preocupados por hacer más justo, pacífico y seguro nuestro mundo. Hay un montón de declaraciones, informes e instituciones respetables que avalan buena parte de lo expuesto aquí. Sólo falta, pues, que los principales poderes del mundo se pongan a trabajar en esta dirección. Si lo hacemos, nadie puede asegurarnos un mundo idílico, pero si continuamos en la actual dirección es evidente que nos alejamos de cualquier horizonte razonable de paz.
Jordi Armadans es politólogo y director de la Fundació per la Pau.Jordi Armadans es politólogo y director de la Fundació per la Pau
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