La comunidad del anillo
Según Claude Hagège, cuando termine este siglo que hemos inaugurado se habrá extinguido la mitad de las 5.000 lenguas que están vivas actualmente; lo cual arroja un cálculo digno de titular periodístico: cada mes, durante todo el siglo, dejarán de hablarse dos lenguas. Probablemente lo vaticinado no ocurra según el rigor matemático de la estadística, y ni la frecuencia de desaparición ni el número total de lenguas extinguidas sean los que temen estos cálculos. Porque, y ésta es la pregunta que se hace el autor francés, ¿hablamos siempre con propiedad cuando hablamos de lenguas muertas? Lengua muerta es tanto una idea tópica y general cuanto una herencia -todavía viva- de la concepción biológica, si no darwinista, de las lenguas: una herencia, pues, positivista, que merece ser revisada.
Hagège distingue, en su obra, entre 'estar vivo' y 'existir', y emplea la dualidad lengua-habla, instaurada por Sausurre, para revisar el concepto de 'muerte de las lenguas'. Si bien éstas pueden desaparecer por 'transformación', 'sustitución' y 'extinción', parece razonable ser mucho más precisos de lo que se ha sido a la hora de anunciar una muerte como cierta. Tales tesis conducen al autor a efectuar breves, por lo esenciales y pedagógicos, recorridos geográficos, históricos e ideológicos; el libro no es un tratado de geolingüística ni de sociolingüística al uso de los manuales de investigación universitarios, sino un ensayo de lectura amena que, no obstante, plantea interrogantes y revisa ideas como las del 'prestigio' de las lenguas, los 'instrumentos de ejecución' (ejército, medios de comunicación, escuela), los sentimientos de identidad nacional vehiculados por las lenguas o las distintas muertes de la lengua. No se eluden, en conclusión, algunos de los temas de mayor actualidad, y si bien -como escribe Hagège- las lenguas han sido y son el mejor medio para 'burlar la nada', cada una de ellas no es más que 'aquel dialecto presente (en un momento dado) que establece una autoridad política, al mismo tiempo que su poder, en un determinado lugar'.
Esta definición de lengua la matiza, y mucho, Juan Ramón Lodares en su último libro, Lengua y Patria. Hace dos años este mismo autor, en su ensayo El paraíso políglota, trataba desde otro ángulo algunas de las cuestiones relativas a los procesos de normalización lingüística -a veces, elocuentemente llamados de inmersión- y sostenía en sus páginas que 'una lengua no se aprende por obligación ni por mandato legal, se aprende por necesidad o interés' y que 'las personas nunca se preguntan por qué hay que hablar una lengua, sino para qué'. Era el planteamiento de aquel libro, quizá, de un calado y ambición distintos al del que ahora se publica: en El paraíso políglota, Lodares frisaba con mayor frecuencia los registros de su actividad como profesor universitario; en Lengua y Patria, algunos de los asuntos allí tratados se abordan de forma monográfica y a la luz de una única y potente tesis que recorre todos sus capítulos. No quiere decirse con esto que el libro presente sea una variación del anterior ni que su desarrollo no alcance el mismo nivel, al contrario, la tesis única le permite construir un discurso de altísima coherencia -desde el punto de vista filológico- y, además, el resultado (el libro como escritura) pertenece a un orden ensayístico distinto que, sin caer en lo divulgativo, resulta de mucho interés por la agilidad con la que está resuelta su estructura.
La tesis de Lodares es bien clara: 'El nacionalismo lingüístico guarda relación con una particular ideología de las lenguas, que para nuestro caso podría denominarse nacionalcatólica'. Vista la tesis, puede pensarse de inmediato en el nacionalcatolicismo de la posguerra española, y de él tratan algunos capítulos, pero no sólo de él, pues lo que se estudia aquí son las implicaciones de la Iglesia católica en la forja del nacionalismo lingüístico (en Cataluña y en el País Vasco, principalmente), cuestión ésta cuyos orígenes se remontan a la identificación lengua-raza-nación judeocristiana. Se hace historia aquí de la difusión del castellano en América, tema este que Humberto López Morales o Antonio Alatorre ya habían aliviado de la carga de una culpa histórica más veces voceada que estudiada con datos; pero, principalmente, se dedican muchas páginas a la supervivencia -o convivencia- del catalán durante la etapa franquista.
Quien quiera leer, podrá encontrar aquí, por ejemplo, las disposiciones de Serrano Suñer, en 1939, que priorizaban la labor apostólica en catalán sobre cualquier otra veleidad impositiva; hallará aquí noticia de las publicaciones -religiosas y laicas- que durante dicho periodo se imprimieron en lengua catalana: de hecho, y aunque Lodares no lo recoja, incluso Camino, de Escrivá de Balaguer, tuvo edición en dicha lengua en 1955. 'Es', escribe el autor de nuestro ensayo, 'como si la separación Iglesia-Estado no se hubiese satisfecho en este terreno', o como si se hubiese pactado en términos de prioridad confesional. Evidentemente, para tema como el que nos ocupa, no valen sólo las aproximaciones sociológicas ni los discursos políticos o sentimentales; de ahí que se acuda una y otra vez a los documentos que nos ilustran, por ejemplo, sobre el 'racismo científico' de Pere Mártir Rosell, o que se considere -en el mismo orden de cosas- a Hitler como 'el último gran intérprete del mito de Babel'. En este sentido, determinada teoría de la emigración, como la rescatada por Lodares de un libro de Jordi Pujol, publicado en 1976, y que ya se citaba en El paraíso políglota, 'es una rama de la teoría hitleriana sobre la destrucción de la patria a manos de agentes exteriores de inferior carácter racial, cultural y, en fin, humano'. Al leer estos capítulos, las palabras de su autor y las que cita de otros para el caso de Cataluña, se vienen a la memoria aquellos versos de Jaime Gil de Biedma, quien, al reconstruir un paseo primaveral por las laderas de Montjuïc, observa, en el lado oculto de la montaña, 'a estos chavas nacidos en el Sur / hablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo, / en mi pasado y en su porvenir'. Aunque el poeta les deseara la propiedad espiritual de la ciudad, la realidad se ha parecido más a los procedimientos contumaces de una administración que cree firmemente en que las medidas políticas (inmersiones) son tan benéficas como el oxígeno de la UVI.
Y, claro está, las lenguas no necesitan que se les adhieran pegatinas ideológicas, religiosas o sentimentales: sólo necesitan individuos que quieran ser sus hablantes. Lengua y Patria no debería pasar inadvertido, como tantos otros libros lo hacen por rigor del mercado; y no estaría de más que algunos de nuestros políticos o representantes interinos recibieran o mejor adquirieran un ejemplar. Y que lo leyeran, por supuesto.
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