Lo principal y lo accesorio
El constante goteo de noticias que contrastan tradiciones y creencias de los recién llegados con las tradiciones y creencias predominantes obliga a todos a efectuar ejercicios de reflexión sobre los límites de lo socialmente aceptable. No se trata de reverenciar el oscurantismo ni de acabar en la insensatez queriendo ser políticamente correctos, como decían Josep Maria Ridao o Hermann Tertsch en este periódico el pasado domingo. Se trata sólo de saber si queremos avanzar hacia una sociedad en la que la gente que vive en ella se sienta cómoda o no. Sabiendo, además, que no es cierto que exista una cultura superior a otras, ni unas tradiciones correctas y otras incorrectas, pero sabiendo también que existen límites que no estamos dispuestos a atravesar por muchas coartadas culturalistas que nos esgriman.
La noticia de la niña que quería ir con su pañuelo a clase y el colegio católico de monjas con velo y concertado (o sea, financiado con recursos públicos) se lo impedía, inició la reciente serie de noticias sobre el asunto. Es evidente que si los colegios concertados, que forman parte de la oferta pública de plazas, asumen que pueden negarse a escolarizar a alguien por motivos de vestimenta, la cosa servirá de precedente para futuras exclusiones. Después vinieron los casos de Ripollet y la familia magrebí que no aceptaba la escolarización de sus hijos en una escuela confesional, y el dramático caso de Almería, en el que una niña de 15 años ha acusado a sus padres de querer venderla en matrimonio y hacerla regresar a Marruecos.
Sobre el velo, el asunto no es nuevo en los países de nuestro entorno, y lo que sucede en Francia o el Reino Unido debería servirnos de lección. En Francia se trató de prohibir el uso del chador y del pañuelo o hijab en los colegios públicos sobre la base de que ello expresaba unas convicciones religiosas específicas en un entorno, el de la escuela, por definición neutral en cuanto a creencias. Se entendía así que la fe era un asunto estrictamente privado. Tras largos debates, la cuestión llegó a la institución que hace las veces de Tribunal Constitucional en el país vecino, y la alta Corte sancionó el derecho de las jóvenes a vestir el pañuelo o el chador en la escuela siempre que de su uso no se derivase una voluntad de proselitismo religioso. En Reino Unido hace años que han decidido que cada uno vista los aditamentos religiosos que quiera (el pañuelo o velo musulmán, el turbante de los sijs o la kipá judía), aunque en ocasiones se obliga a que tales complementos tengan los colores del colegio en cuestión, lo cual indica un pragmatismo notable.
En España estamos descubriendo que somos plurales, y a algunos no les gusta. Así, afirman sin rubor que los que llegan, o se adaptan o se largan. Otros van más lejos y sancionan que ponerse un pañuelo es lo mismo que la ablación del clítoris. Convendría ir aprendiendo a distinguir lo principal de lo accesorio, y para ello nada mejor que abandonar las posiciones genéricas y meter las manos en harina. Desde mi punto de vista, que cada quien vista el pañuelo que quiera y evitemos el calificar de 'inconstitucional' algo tan accesorio. De la misma manera, para mí también es accesorio el respetar que algunos colectivos no quieran consumir carne de cerdo en los comedores escolares, ya que ello choca frontalmente con opciones religiosas que afectan a elementos centrales de la identidad de tales colectivos, y no por ello hemos de admitir que se empieza aceptando que no coman cerdo y se acaba tolerando prácticas que atentan contra las libertades o los derechos básicos. Pero en cambio, firmeza absoluta en la escolaridad obligatoria hasta los 16 años. Firmeza absoluta en no aceptar prácticas de venta de personas, ni de bodas amañadas sin contar con la opinión de los cónyuges. Tomemos ejemplo de Reino Unido en el asunto del turbante o el pañuelo: el límite en el uso se relaciona con la actividad que se desarrolla. En los laboratorios de química británicos no se permite usar el turbante o el velo, ya que puede originar daños en la integridad física del individuo, y el valor de la vida está por encima de las opciones religiosas.
En definitiva, no se trata de tomar opciones genéricas ni de predicar una falsa neutralidad, sino de entrar en el fondo del asunto y ver hasta qué punto afecta el núcleoduro de lo que es nuestro marco de convivencia. En el caso del pañuelo, muchos creen que esa vestimenta es una clara manifestación de la sumisión de la mujer, y así rechazar su uso parece reasegurarnos en cierta sensación de seguridad. Cuando precisamente es quizá esa visión prepotente la que lleva a ciertas mujeres que tal vez en sus países no vestirían tal aditamento a usarlo en nuestros países como forma de reafirmar su identidad. Como decía Joseph Carens, un magnífico pensador canadiense que estuvo hace poco en la Universidad Pompeu Fabra invitado por los profesores Fernández Buey y Zapata, convendría ver si la forma de vestir, de ir vestidas o calzadas las mujeres en Occidente no expresa también, de otra manera y desde otras pautas culturales, esa misma sumisión.
En la tradición liberal-democrática (y más aún en su versión francesa-republicana que tanto nos ha influido), las reglas y los derechos no son siempre tan neutrales como podríamos imaginar respecto a las identidades individuales, ya que incluye elementos relacionados con la lengua, la religión, la reconstrucción histórica o la conexión con unas pretendidas tradiciones comunes, que van más allá de lo que podría considerarse procedimental o universal. Los valores individuales de libertad, igualdad, dignidad tienen que ser reorientados, mejorados, para que incluyan las diferencias colectivas que constituyen las identidades individuales, entendiendo el pluralismo no como una solución (más o menos incómoda) que nos permite coexistir, sino como un valor que pone de relieve la riqueza de la diversidad. Creo que el pluralismo cultural debe ser entendido como un valor que proteger y no como un hecho que tolerar o diluir para convertirlo en algo artificialmente unitario. No es fácil avanzar más sin discutir caso por caso, sin concretar en vez de abstraer. Este será el ejercicio que cada vez más deberemos hacer, corriendo siempre el riesgo de equivocarnos.duro de lo que es nuestro marco de convivencia. En el caso del pañuelo, muchos creen que esa vestimenta es una clara manifestación de la sumisión de la mujer, y así rechazar su uso parece reasegurarnos en cierta sensación de seguridad. Cuando precisamente es quizá esa visión prepotente la que lleva a ciertas mujeres que tal vez en sus países no vestirían tal aditamento a usarlo en nuestros países como forma de reafirmar su identidad. Como decía Joseph Carens, un magnífico pensador canadiense que estuvo hace poco en la Universidad Pompeu Fabra invitado por los profesores Fernández Buey y Zapata, convendría ver si la forma de vestir, de ir vestidas o calzadas las mujeres en Occidente no expresa también, de otra manera y desde otras pautas culturales, esa misma sumisión.
En la tradición liberal-democrática (y más aún en su versión francesa-republicana que tanto nos ha influido), las reglas y los derechos no son siempre tan neutrales como podríamos imaginar respecto a las identidades individuales, ya que incluye elementos relacionados con la lengua, la religión, la reconstrucción histórica o la conexión con unas pretendidas tradiciones comunes, que van más allá de lo que podría considerarse procedimental o universal. Los valores individuales de libertad, igualdad, dignidad tienen que ser reorientados, mejorados, para que incluyan las diferencias colectivas que constituyen las identidades individuales, entendiendo el pluralismo no como una solución (más o menos incómoda) que nos permite coexistir, sino como un valor que pone de relieve la riqueza de la diversidad. Creo que el pluralismo cultural debe ser entendido como un valor que proteger y no como un hecho que tolerar o diluir para convertirlo en algo artificialmente unitario. No es fácil avanzar más sin discutir caso por caso, sin concretar en vez de abstraer. Este será el ejercicio que cada vez más deberemos hacer, corriendo siempre el riesgo de equivocarnos.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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