Las razones de una lealtad y de una música
Miguel Ríos se ha salido con la suya. Aunque la Historia no suele hacerse con la materia de los sueños, sino con las aristas difíciles de la realidad, hay personas que pueden contar su vida como el cumplimiento de una vocación. La fuerza tranquila de Miguel Ríos, la seguridad pacífica y abierta en lo que hace, la curiosidad que sigue ardiendo en sus ojos al mirar el mundo, nacen de una vocación cumplida. Quiso ser cantante en la Granada provinciana de los años sesenta, romper con la música oficial, hundirse en el alma rebelde del rock. Y se ha salido con la suya. Ahora es un maestro, precisamente para dar lecciones de inquietud.
La conversación de Miguel está mantenida por la inteligencia. Los recuerdos no borran con la nostalgia el conocimiento de la realidad, ni las deudas sentimentales imponen una versión ingenua del mundo. Miguel se siente granadino, andaluz, pero sabe que su lugar de origen es ahora una conquista, el regreso meditado a un lugar del que tuvo que huir. Volver a Granada, el tema de la canción que se convirtió en el éxito de 1968, encerraba una sobrecarga de soledad, una melancolía con muchos arañazos colectivos. En la ciudad dormida de los años sesenta, ser cantante, apostar por las ilusiones amuralladas de una vocación, significaba huir de la mediocridad, de la música oficial, de los mundos establecidos por las disciplinas de la humillación. Había que buscar el éxito, los viajes, las ciudades de nombres extraños, pero sobre todo había que huir del muchacho que bajaba del barrio de la Cartuja hasta la Carrera de la Virgen para rozar los prestigios del centro urbano y pasear entre las muchachas de buena familia, como si los armarios estuvieran llenos de camisas y zapatos. Era la huída de todo un país, un esfuerzo de esperanza, la insistencia en darle un sentido más libre a las propias ambiciones.
Las palabras y las notas encontraron con el rock un viento en el que sostenerse
La memoria de los emigrantes, humillados en el Norte, está muy cerca de Miguel Ríos
Salió de Granada en 1961, seguro de correr detrás de una sombra que debía reconciliarse con su cuerpo. Después de 40 años, cuando prepara sus conciertos y revisa las canciones de su repertorio, puede ser indulgente con los rumbos de sus primeros trabajos, sentirse orgulloso de sus esfuerzos iniciales. Las letras condensaban una ilusión, una chulería juvenil, que poco a poco se fue cargando de conciencia. Escribió Vuelvo a Granada en una casa modesta de la Ciudad Lineal, en una cama de hierro que imitaba el corazón franquista de los armatostes, rodeado por las paredes casi vacías de una habitación triste. Y en la melodía se filtró la historia de un país que viajaba en lentísimos trenes con corazón de armatoste, pero que ya sentía el impulso de unos sueños capaces de volar a mil kilómetros por hora. Las palabras y las notas de Miguel Ríos encontraron con el rock un viento en el que sostenerse, en el que explicar los deseos de su libertad.
Y de su melancolía, porque la huida estaba inevitablemente encadenada al regreso, ese descubrimiento vital de todo lo que uno arrastra desde la infancia. Nuestro carácter tiene mucho que ver con la luz de las calles en las que hemos sido niños. Y detrás de las bombillas modestas, de 50 W, que iluminaban la Granada de la posguerra, había también un resplandor diferente, una cultura propia enlazada con el Sur. Andalucía era, además de una costumbre, el Sur de las canciones y los poetas, el temblor vital de una realidad con la que había que comprometerse. Porque hay un compromiso andaluz en los argumentos que fueron trazando canciones como el Himno de la alegría, Bienvenidos, Santa Lucía o El blues del autobús. El compromiso de que Andalucía es una tierra tan compleja como su presente, la conciencia de que el rock forma también parte del patrimonio cultural de los andaluces, más allá de cualquier localismo empobrecedor. Hay un cruce de caminos en los que pueden encontrarse Enrique Morente, Carlos Cano, Triana, Joaquín Sabina o Miguel Ríos. Y 091, Lagartija o Estrella Morente.
La cultura andaluza es una lección de mestizaje. Miguel está convencido de eso, y vuelve a Granada para fundir el origen natural con la lejanía. El ha aprendido que todas las cifras y todos los kilómetros caben en una persona, porque pueden encerrarse en una palabra. Cuando alguien pronunciaba la palabra chavea o regomello en una plaza de Londres, Miguel volvía de golpe a Granada y a las bombillas de 50 W, que poco a poco iban desapareciendo, en favor de una nueva luminosidad. Por eso descubre también en las plazas de Granada los ecos de Londres o Nueva York, y pone atención a los pasos tímidos de la gente que nos llega ahora de América Latina o de Africa, y se sienta a imaginar con ellos una luz distinta.
Su último trabajo, Miguel Rios y las estrellas del rock latino, apuesta por el mestizaje, por la música entendida como una conversación entre dos orillas. Y sigue defendiendo el rock como una moral impertinente, comprometida con la realidad. La memoria de los emigrantes andaluces, humillados en los trabajos más duros del Norte, está demasiado cerca de Miguel Ríos como para permitir una mirada indiferente. En las nuevas canciones hay un lugar para los cuerpos y los sueños que busca en nuestra costas una playa de libertad, y se encuentran con la muerte, el desprecio, la insolidaridad o la explotación salvaje. Se trata de una exigencia de la propia música que practica. El rock no existe fuera del compromiso, fuera de los vínculos éticos con unas calles que se llenan de esquinas, ventanas cerradas y paredes desnudas. Quiere ponerle música a las soledades, porque la injusticia es una oscuridad formada por el olvido y la manipulación. La impertinencia del roquero se opone conscientemente a las desinformaciones, a los prejuicios, a las fronteras que el miedo y el egoísmo imponen. Vuelve a sonar su grito en este país de la intrascendencia, las superficies y las frivolidades.
Miguel Ríos repite que va a quedarse a vivir en Granada cuando acabe su gira mexicana y cumpla algunos compromisos pendientes. Yo creo que lo repite para convencerse, para sentirse obligado, para que la gente le pregunte que cuándo va a cumplir su promesa. Granada le ofrecerá el enigma de un paisaje en movimiento, la extrañeza cercana de una ciudad que ha ido cerrando y abriendo bares, inaugurando barrios nuevos y derribando viejos edificios. Será como volver a conversar con un amigo íntimo, pero que ha crecido más allá de la propia vida, en un ámbito cargado de ausencias y de presencias extrañas. Va a dialogar con el tiempo, a hacer recuento de la vida, no para cerrar el argumento de la novela, sino para añadir nuevos capítulos. La Junta de Andalucía le acaba de conceder su Medalla de Oro, y Miguel, que está trabajando en México, le ha pedido a su hija que la recoja. Así vamos transformando el tiempo en Historia, de mano en mano, de canción en canción.
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