El velo y el traje de almirante
Las religiones han sido siempre un semillero de extravagancias. En su nombre los practicantes han sido capaces de adoptar los hábitos más chocantes, vestir los uniformes más extraordinarios o incluso soportar humillaciones físicas y morales con contento y satisfacción. Ninguna práctica religiosa está libre de ritos más o menos estrafalarios o incluso directamente atentatorios no sólo contra los derechos de las personas sino contra el sentido común. Este comentarista, siendo niño, ha besado los nudillos de decenas de curas, ha sido obligado a seguir con rigor los ayunos de la Cuaresma e incluso en una ocasión fue sometido al miedo cerval de los ejercicios espirituales.
Supongo que si un escolar denunciara ante la autoridad educativa correspondiente que un maestro le conmina a besar las manos de los sacerdotes que encuentre en la calle, a eliminar de su dieta las proteínas para cumplir la abstinencia o a colocarse un hábito con su roquete bajo la promesa de la vida eterna el dómine sería severamente amonestado con la consiguiente polémica pública.
Pero no hay que remontarse a tiempos pasados para comprobar la insensatez de los usos religiosos católicos. Basta con mirar un escaparate repleto de vestidos de primera comunión (de marineros, almirantes o de medio monjas) para darse cuenta de la magnitud del escarnio que soportan los niños bajo una apariencia festiva o espiritual.
Por eso es curioso comprobar el asombro que produce entre nosotros, sobre todo entre los ciudadanos más conservadores, que una niña vaya a clase tocada con un pañuelo. ¿Y si fuera con hábito monjil y su hermano con uniforme de comodoro?
La presencia cada vez más numerosa de ciudadanos procedentes de otros países y practicantes de otras religiones va a llevar consigo un choque entre las costumbres.
En un instituto de Almería, una niña paquistaní no asiste a clase de educación física por motivos religiosos, y esa extraña relación entre la movilidad y las creencias (entre la gimnasia y la magnesia) ha producido un estupor que, en buena lógica, no podría ser nunca mayor que el que supone conocer que hay individuos que sacrifican su vida sexual para agradar a los dioses.
Dado que el número de casos insólitos provenientes de practicantes de creencias desconocidas, y su choque contra los hábitos propios, va a ir en aumento, quizá convenga delimitar bien entre las tradiciones que afectan a las apariencias (velos, hábitos, capas cogullas, uniformes de capitán de fragata y ropas de cristianar) con aquellas otras que suponen además una degradación o un menoscabo de los derechos individuales de las personas.
El derecho a llevar un velo no es comparable con el que esgrime una madre -como de nuevo ha ocurrido en Almería- para vender a su hija por un puñado de euros, un trato que calculado así, en la nueva moneda, alcanza cotas de ignominia muy superiores.
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